martes, 18 de septiembre de 2012

Nelson Mandela o las consecuencias de la revolución a medias



La vieja lucha de clases ha vuelto a mostrar su rostro más cruel en lo que algunos llaman abusivamente la Sudáfrica de Nelson Mandela. En realidad, nunca había dejado de existir, es más, con el neoliberalismo se había recrudecido al servicio de los grandes consorcios, de los amos. Ha regresado ahora pero con la ira de los de abajo, de los mineros de Marikana, de una mina de platino cerca de Johannesburgo. Su protesta masiva y enérgica era por unos derechos elementales, de esos que claman al cielo y por ello fueron masacrados por la policía “democrática” causando al menos 34 trabajadores muertos. Para mayor vergüenza se les quería además culpar judicialmente…por el asesinato de sus compañeros. Se les acusada con una ley de los tiempos del “apartheid”, y existía un Tribunal compuesto por legisladores de entonces, con voluntad de hacerlo. Una justicia que culpaba a las víctimas al tiempo que exculpaba a los policías, y a una patronal sin escrúpulos. Esto ocurría en un país cuya Transición también figuraba como pacífica y modélica, aunque está claro que para hacernos tragar con lo de pacífica se tenía que pasar página a las innumerables víctimas de la represión en las luchas contra el régimen de Pretoria.
El simbolismo de los acontecimientos no escapa a nadie.Hace ya casi dos décadas que tuvieron lugar las primeras elecciones multirraciales, las mismas que dicen que acabaron con la supremacía blanca en las leyes pero no en el poder económico; de hecho no era otra cosa que el expolio económico lo que escondía el “apartheid”. Algunos creyeron que con la llega al poder de la coalición africanista (los racistas no querían ser africanos), Congreso Nacional Africano –ANC–, cuya fundación databa de 1910 y que seguía el hilo plantado en Sudáfrica por Gandhi, en un episodio que aparece recogido por la famosa película interpretada por Ben Kingsley. Desde entonces, el desarrollo económico nacional y/o multinacional, no ha hecho más que crecer, de tal manera que era habitual citar la S de Sudáfrica entre las siglas que identifican a los países emergentes más pujantes, los BRIC: Brasil, Rusia, India y China. Pero ese desarrollo seguía siendo por “separado”
No han faltado quines han culpado exclusivamente al gobierno de Jacob Zuma, y que han comparado el ANC con el PRIN mexicano. Este es el caso del escritor y periodista liberal John Carlin, autor de la obra “Invictus”, que los lectores y lectoras conocerán más bien por la adaptación fílmica de Clint Eastwood con Morgan Freeman como Mandela. Esto es muy propio, pero al igual que no se puede comprender el PRI mexicano sin el peso que juega los estados unidos en la región, tampoco se puede comprender la corrupción del ANC sin señalar a los corruptores. Carlin, que escribe sobre fútbol y sobre Sudáfrica en “El País”, pasa de puntillas que gracias a la medio victoria del ANC de Mandela, sigue existiendo un “desarrollo por separado”, y que la economía del expolio, lejos de ser socializada al servicio del pueblo, sigue estando concentrada en los mismos amos más algunos exradicales que se han olvidado de sus sueños y de sus principios.
Cierto es que el contrario ya no es el mismo, hace dos décadas la plana mayor del ANC estaba en la cárcel o en el exilio, y que ahora no es así. Hay un sector amplio del ANC que ha prosperado, y que ha entrado en el club de los blancos en los que antes ponían “white only”. Entre esos nuevos socios de piel negra se encuentra buena parte de la propia administración –para algo ganan las elecciones-, la burocracia sindical, y gente tan señalada como un sobrino del presidente y un nieto de Mandela, administradores de una mina de oro, estén procesados por enriquecimiento ilegal. Pero seguramente el más señalado “radical” enriquecido se llama Cyril Ramaphosa, uno de los dirigentes históricos del ANC, mano derecha de Mandela, antiguo presidente del entonces combativo Sindicato Nacional Minero. Ahora su imagen recuerda la de Bettino Craxi o la de Felipe González, y otros por el estilo de Tony Blair, ahora socio del Opus Dei. Es un reconocido “empresario emprendedor”, un hombre de negocios multimillonario que forma parte del Consejo de Administración de la empresa británica propietaria, justamente de la mina cuyas condiciones laborales ha ido “negociando” de tal manera que los trabajadores se han tenido que lanzar a una huelga desesperada.
No es necesario decir que los líderes políticos del actual ANC mienten como vulgares burgueses. Cuando en sus discursos hablan de su obra de gobierno enumeran los avances de las obras sociales en viviendas, escuelas, la extensión del suministro de agua corriente y electricidad, la reducción de los índices de pobreza y de la pequeña delincuencia (la grande ya se sabe, reina), por no hablar de sus éxitos en el combate erradicar la pandemia de sida, manipulan. Las estadísticas –de las que un ministro de Franco aseguró con razón, que eran comunistas-, ofrecen datos escalofriantes. Evidencian que ya se acabó la presenta “perfecta Transición”, tan admirable al parecer como la nuestra.
Se ha llegado a un momento en el que el descontento popular no ha hecho más que aumentar. Proclaman que las diferencias sociales entre la pequeña y prepotente minoría de privilegiados y la inmensa mayoría de los “condenados de la tierra”, son insultantes e insostenibles. Quizás haya que lamentar que el símbolo de la nueva Sudáfrica no fuese Steve Biko, el Malcom X sudafricano que fue asesinado por la policía, y sobre el que se ofrecen algunos datos en la película Grita libertad, representado por un bisoño Denzel Washington. Las del gobierno son cifras que quedan desmentidas por una realidad que afecta a la mayoría de la población a la que no consuela ver como los suyos prosperan en su nombre, por informaciones más fiables, por una realidad que, tal como he indicado en más de una ocasión, queda subrayada al final de la película “Invictus”. En realidad nos encontramos con la enésima versión de la revolución que se queda a medias, de aquella contra lo que advertía ya en plena revolución francesa Saint Just, que sabía de lo que hablaba.
Obviamente, es muy importante hacer constar que el ANC se encontró con unos límites objetivos en el momento del cambio. El mundo entonces caminaba para atrás, sobre todo quizás África. Esa es una historia que no nos queda tan lejana, también aquí nos cuentan que la Transición no podía ir más allá de lo posible, y habría mucho de qué hablar. El problema es cuando la (presunta) necesidad se convierte en virtud, cuando se asegura que el medio camino es ya el fin. Pero sobre todo cuando los que tienen que cambiar las cosas se preocupan ante todo por su parte del pastel.
Está claro que la segunda revolución ya está dando sus primeros pasos. Se abre una fase en la que la “cuestión social”, aunque todavía quedan leyes del “apartheid”, y la advertencia del “poder blanco” que el legado del expolio es sagrado. Todavía queda mucho del ANC que obtuvo en 2009 el 66%. Pero no es menos cierto que la inquietud atraviesa sus bases, y que hay mucha gente que no se ha vendido, gente como Julius Malema, antiguo líder de las juventudes que fue expulsado por insubordinación. De momento hay que hablar de un antes y un después de la huelga de los mineros y de la masacre policial. Claro que los responsables crearan “comisiones de investigación” que probablemente se queden en nada o en muy poco, la policía sigue siendo la misma: la policía. Esto me recuerda una escena de The Young Cassidy (El soñador rebelde aquí), que rodó a medias John Ford, y que trata de Sean O´Casey, el autor de “Rosas rojas para mí”, que aparece encarnado por Rod Taylor. Hay un momento en que llega la libertad, pero hay una protesta y aparece la policía. John Keast (Michael Redgrave), que está presente, dice “sí es la policía, pero es la policía irlandesa”, y O´Casey responde: “!La policía es siempre la policía¡”.
La longevidad está sentando mal a Mandela, cada vez es más evidente que la obra maestra que se le atribuía se había dejado lo fundamental atrás, y lo fundamental es: a-quien-ha-de-servir-la-economía.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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