viernes, 28 de septiembre de 2007

El presidente Bush debe responder ante el mundo por sus crímenes


Intervención del ministro de Relaciones Exteriores de Cuba ante la Asamblea de la ONU

Felipe Pérez Roque

Debate General del 62 Período de Sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas. 26 de Septiembre de 2007, Nueva York

Señor Presidente:
Nunca antes se habían hecho tan evidentes los peligros reales que acechan a la especie humana; nunca antes se habían hecho tan evidentes las violaciones al Derecho Internacional que ponen en creciente peligro a la paz y la seguridad internacionales; nunca antes se habían hecho tan evidentes la desigualdad y la exclusión, que golpean a más de las dos terceras partes de la población de nuestro planeta.
Poner fin al despilfarro y al frenesí consumista que promueven las grandes corporaciones y los grupos de poder de un reducido grupo de países desarrollados, que derrochan a costa de la pobreza y la perpetuación del subdesarrollo en una vasta periferia de países pobres en los que malviven miles de millones de personas, se ha convertido en un factor clave para la subsistencia de la humanidad. La reunión de alto nivel de esta Asamblea General, efectuada hace tan solo dos días, dejó claro el peligro que representa el acelerado calentamiento global que ya padecemos y su efecto en el cambio climático. Hay que actuar, y hacerlo rápido, y los países desarrollados tienen el deber moral y la responsabilidad histórica de dar el ejemplo y encabezar el esfuerzo.
Por otra parte, varios de nuestros países, siempre del Sur, siguen siendo víctimas de inadmisibles actos de agresión por parte de los poderosos de siempre, motivados, en lo esencial, por el insaciable apetito de recursos estratégicos. Las guerras de conquista y la proclamación y aplicación de doctrinas basadas en la guerra preventiva, que no excluyen el uso de armas nucleares incluso contra Estados que no las poseen, y el uso reiterado de pretextos tales como el supuesto combate al terrorismo, la pretendida promoción de la democracia o el llamado cambio de régimen en países unilateralmente calificados como estados villanos, constituyen hoy la mayor y más grave amenaza a la paz y la seguridad en el mundo.
La agresión y ocupación ilegal de países, la intervención militar contraria al Derecho Internacional y a los propósitos y principios de la Carta de la ONU, el bombardeo a civiles y la tortura siguen siendo prácticas diarias. Bajo la falsa letanía de la libertad y la democracia, se intenta consagrar el saqueo de los recursos naturales del Tercer Mundo y controlar zonas de creciente importancia geoestratégica. Ese y no otro es el proyecto de dominación imperial que intenta imponer a sangre y fuego la superpotencia militar más poderosa que el hombre ha visto.
Lejos de actuarse en las relaciones internacionales según los principios de la solidaridad, la justicia social e internacional, la igualdad y el desarrollo para todos, se emplean sin el mínimo pudor las prácticas de certificar a países, de imponer bloqueos unilaterales, de amenazar con la agresión, de chantajear y coaccionar.
Si un pequeño país defiende su derecho a la independencia se le acusa de Estado villano; si una potencia agrede a un país se dice que "lo libera". Un combatiente contra la agresión extranjera es un terrorista; un soldado agresor es un "luchador por la libertad". Es la guerra mediática, la estafa de las verdades, la tiranía del pensamiento único en un mundo globalizado.
En lugar de avanzar hacia el desarme general y completo, incluido el desarme nuclear, que ha constituido por décadas un reclamo permanente del Movimiento de Países No Alineados, se promueve el armamentismo y el despilfarro en nuevas armas y sistemas de armamentos que gastan los recursos que el mundo requeriría para mitigar los efectos del cambio climático y para hacerle frente a los gravísimos problemas derivados de la pobreza y la marginación.
Se intenta impedir, politizada y selectivamente, la aplicación del principio, proclamado ya en el Tratado de No Proliferación Nuclear, de que las naciones tienen derecho al desarrollo de la energía nuclear con fines pacíficos. Se amenaza con la guerra y la destrucción a unos países mientras se le permite al aliado agresivo disponer de cientos de artefactos nucleares y se le ayuda a modernizarlos continuamente.
¿Cuánto tiempo más tendrá que transcurrir y cuántas nuevas víctimas morirán antes de que los halcones de la guerra comprendan que las armas no sirven para resolver los graves problemas de la humanidad?
Un día como hoy, vale la pena recordar las palabras del Presidente Fidel Castro ante esta Asamblea General en octubre de 1979:
"Digamos adiós a las armas y consagrémonos civilizadamente a los problemas más agobiantes de nuestra era. Esa es la responsabilidad y el deber más sagrado de todos los estadistas del mundo. Esa es, además, la premisa indispensable de la supervivencia humana".

Señor Presidente:

Hoy no se avanza hacia el cumplimiento de las Metas del Milenio y de las decisiones de las grandes conferencias de las Naciones Unidas efectuadas durante la última década.
La pobreza no disminuye. Crece la desigualdad entre los países y dentro de los países.
Mil cien millones de personas no tienen acceso a agua potable; 2 600 millones carecen de servicios de saneamiento; más de 800 millones son analfabetos y 115 millones de niños no van a la escuela primaria; 850 millones pasan hambre todos los días. El 1% de las personas más ricas del mundo posee el 40% de la riqueza, mientras el 50% de la población mundial apenas cuenta con un 1%. Todo esto ocurre en un mundo que gasta un millón de millones en armas y otro en publicidad comercial.
Los cerca de mil millones de personas que viven en países desarrollados consumen alrededor de la mitad de la energía total, mientras que casi 2000 millones de pobres no conocen todavía la electricidad.
¿Es ese el mundo que quieren que aceptemos? ¿Es acaso el futuro con el que debemos conformarnos? ¿Tenemos o no derecho a luchar por cambiar este estado de cosas? ¿Debemos o no luchar porque un mundo mejor sea posible?
¿Por qué se despilfarran tan colosales recursos en la industria de matar y no se emplean para salvar vidas? ¿Por qué no se construyen escuelas en vez de submarinos nucleares y hospitales en vez de bombas "inteligentes"? ¿Por qué no se producen vacunas en vez de vehículos blindados y más alimentos en vez de más bombarderos? ¿Por qué no se impulsan las investigaciones para combatir el SIDA, la malaria y la tuberculosis en vez de para fabricar escudos antimisiles? ¿Por qué no se libra la guerra contra la pobreza en vez de contra los pobres?
A pesar de que se necesitan sólo 150 mil millones de dólares para alcanzar las Metas del Milenio, se afirma hipócritamente que no hay de donde obtener los recursos financieros necesarios. ¡Mentira! Sí hay dinero de sobra, lo que falta es la voluntad política, la ética y el compromiso real de los que tienen que tomar las decisiones.
Si se quiere de verdad encontrar el dinero:
Cúmplase de una vez con el compromiso de dedicar el 0,7% del PIB a la Ayuda Oficial al Desarrollo. Ello significaría más de 141 mil millones de dólares adicionales a los montos actuales. En el colmo de la simulación, los países donantes contabilizan ahora las condonaciones de una deuda que saben que no podrán cobrar para inflar artificialmente sus contribuciones.
Condónese la deuda externa, que nuestros países han pagado ya más de una vez. Ello permitiría dedicar al desarrollo los más de 400 mil millones de dólares que hoy se dedican al servicio de una deuda que no deja de crecer.
Conclúyase la Ronda de Doha para el desarrollo y elimínense los 300 mil millones de subsidios agrícolas de los países desarrollados. Ello permitirá dedicar ese dinero a luchar contra la pobreza rural, la inseguridad alimentaria y a garantizar precios justos para los productos de exportación de los países subdesarrollados.
Reconózcase nuestro derecho al desarrollo. Garantícese nuestro derecho a acceder a los mercados, las patentes y las tecnologías que hoy son monopolio exclusivo de los poderosos. Ayúdese a nuestros países a formar profesionales y científicos y déjese de robarnos el talento.
Los países no alineados no necesitamos limosnas; necesitamos y exigimos justicia.
Respétese nuestro derecho a la diversidad cultural y a la preservación de nuestro patrimonio, nuestros símbolos y nuestra idiosincrasia. Ese ha sido el reclamo unánime que los países no alineados acabamos de proclamar en Teherán, en nuestra Reunión Ministerial sobre Derechos Humanos y Diversidad Cultural.

Señor Presidente:

Los países no alineados queremos unas Naciones Unidas más democráticas y transparentes, en las que la Asamblea General, su órgano más representativo y democrático, ejerza realmente las facultades que le corresponden.
Necesitamos unas Naciones Unidas con un Consejo de Seguridad reformado, que actúe dentro del mandato que le otorga la Carta constitutiva de la Organización, sin invadir las funciones y prerrogativas de otros órganos del sistema. Un Consejo de Seguridad con una membresía ampliada, a tono con la composición actual de la ONU, donde los países subdesarrollados somos mayoría. Un Consejo de Seguridad donde se reformen radicalmente sus métodos de trabajo para permitir la transparencia y el acceso de todos los Estados Miembros a sus labores.
Defendemos unas Naciones Unidas donde el multilateralismo y las soluciones acordadas en el más absoluto respeto a la Carta, constituyan la única vía de abordar y resolver los problemas actuales.
Necesitamos un Consejo de Derechos Humanos que impida la repetición de los graves errores de la antigua Comisión de Derechos Humanos. Un Consejo que consagre en su práctica el principio de que los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes. Un Consejo que ponga fin a la selectividad y los dobles raseros. Los países no alineados nos opondremos firmemente a las aviesas maquinaciones de algunos poderosos que, frustrados por no haber podido lograr sus objetivos, pretenden ahora reabrir y cuestionar el acuerdo alcanzado en el arduo y difícil proceso de construcción institucional del Consejo.
Los países no alineados no cejaremos en la defensa de los postulados con los que se fundó nuestro Movimiento, que son similares a los de esta Organización. Fomentaremos entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto a los principios de soberanía, igualdad de derechos y libre determinación de los pueblos.
Continuaremos defendiendo el derecho del sufrido y heroico pueblo palestino a tener su propio Estado con su capital en Jerusalén Oriental. Continuaremos condenando el genocidio que contra él se comete.
Seguiremos proclamando el derecho del pueblo de Puerto Rico a la soberanía y la independencia.
Los países no alineados representamos casi dos tercios de la membresía de Naciones Unidas. Nuestras reivindicaciones no podrán ser preteridas ni nuestros intereses ignorados. Nos mantendremos unidos y nos apoyaremos en la defensa de nuestros derechos. Haremos que nuestra voz sea escuchada.

Señor Presidente:

Aquí terminaba mi discurso como Presidente del Movimiento de Países No Alineados. Sin embargo, la escandalosa y grosera actuación del Presidente de los Estados Unidos en esta sala, en la mañana de ayer, me obliga ahora a pronunciar unas palabras a nombre de Cuba.
Empleando un lenguaje soez y un tono arrogante, el Presidente Bush insultó y amenazó a una decena de países; impartió órdenes, terminante y autoritario, a la Asamblea General; y distribuyó, con una prepotencia jamás vista en esta sala, calificaciones y juicios sobre una veintena de países.
Fue un espectáculo bochornoso. El delirium tremens del gendarme mundial. La embriaguez del poder imperial, aderezada con toda la mediocridad y el cinismo de los que amenazan con guerras en las que saben que no se juegan su vida.
El Presidente de los Estados Unidos no tiene ningún derecho a juzgar a otra nación soberana de este planeta. Tener poderosas armas nucleares no da derecho alguno sobre los derechos de los pueblos de los otros 191 países aquí representados.
¡Y no debe subestimarse la determinación y el coraje de los pueblos a la hora de defender sus derechos! A fin de cuentas, lo que vale no es el poder de los cañones, sino la justeza de las ideas por las que se combate. El Presidente belicoso y amenazante ya debería haberlo aprendido a estas alturas.
Igualdad soberana de los Estados y no "cambio de régimen". Respeto a la soberanía y no certificaciones unilaterales de buena conducta. Respeto al Derecho Internacional y no bloqueos y guerras ilegales.
El Presidente Bush habló de democracia, pero todos sabemos que miente. Él llegó a la Presidencia mediante el fraude y el engaño. Nos hubiéramos ahorrado ayer su presencia y habríamos escuchado al Presidente Albert Gore hablar sobre el cambio climático y los riesgos para nuestra especie. Recordamos, además, cómo apoyó sin ambages el golpe de Estado contra el Presidente y la Constitución de Venezuela.
Habló de paz, pero sabemos que miente. Recordamos bien cuando amenazó a 60 o más países, a los que llamó "oscuros rincones del planeta", con hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra con ataques preventivos y sorpresivos. Bush es un curioso guerrero que, desde la retaguardia, manda a matar y a morir a los jóvenes de su país a miles de kilómetros de sus costas.
Habló de derechos humanos, pero sabemos que miente. Es el responsable de la muerte de 600 mil civiles en Irak, autorizó la tortura en la Base Naval de Guantánamo y en Abu Ghraib, y es cómplice del secuestro y la desaparición de personas, los vuelos secretos y las cárceles clandestinas.
Habló de la lucha contra el terrorismo, pero sabemos que miente. Ha garantizado total impunidad a los más abominables grupos terroristas que, desde Miami, han perpetrado horrendos crímenes contra el pueblo cubano.
El Presidente Bush atacó al nuevo Consejo de Derechos Humanos. Sangra por la herida; rumia su impotencia. Lo martiriza la vergüenza de que, durante su Presidencia, Estados Unidos no puede siquiera aspirar a ser miembro, porque las elecciones son por voto secreto. Cuba, en cambio, resultó elegida miembro fundador con más de dos tercios de los votos.
Habló de cooperación, desarrollo y prosperidad para el resto del mundo, pero todos sabemos que miente. Ha sido el más egoísta e irresponsable político que hayamos visto. En un mundo en el que morirán este año 10 millones de niños menores de 5 años por enfermedades prevenibles, sus mezquinas y demagógicas propuestas de ayer son una broma de mal gusto.
El Presidente Bush no tiene autoridad moral ni credibilidad para juzgar a nadie. Debería responder ante el mundo por sus crímenes.
Hay un límite a la arrogancia y la hipocresía. Hay un límite a la mentira y el chantaje. Cuba rechaza y condena cada una de las mendaces palabras pronunciadas ayer por el Presidente de los Estados Unidos.

Señor Presidente:

Cuba agradece la solidaridad que ha recibido de esta Asamblea General en su lucha contra el bloqueo y las agresiones que ha debido enfrentar durante casi cinco décadas.
Cuba agradece a los que han apoyado su lucha tenaz contra el terrorismo y han levantado su voz a favor de la liberación de cinco luchadores antiterroristas cubanos encarcelados injustamente en prisiones de Estados Unidos.
Cuba luchará junto con todos los integrantes del Movimiento de Países No Alineados por alcanzar un orden internacional más justo y democrático, en el que nuestros pueblos puedan ejercer su derecho a la paz y el desarrollo.
Se nos podrá acusar de soñadores, pero luchamos con la convicción de que los sueños de hoy serán las realidades de mañana.
Luchamos con la convicción de que cuando hay hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres y en ellos va un pueblo entero, va la dignidad humana.

Muchas gracias.

martes, 25 de septiembre de 2007

Salario, Precio y Ganancia.




Observaciones preliminares

¡Ciudadanos!

Antes de que entre en el tema, permitidme hacer algunas observaciones preliminares.
En el continente reina ahora una verdadera epidemia de huelgas y se alza un clamor general pidiendo aumento de salarios. El problema ha de plantearse en nuestro Congreso2. Vosotros, como dirigentes de la Asociación Internacional, debéis tener un criterio firme ante este problema fundamental. Por eso, me he creído en el deber de tratar a fondo la cuestión, aun a riesgo de someter vuestra paciencia a una dura prueba.
Debo hacer otra observación previa con respecto al ciudadano Weston. Este ciudadano, creyendo actuar en interés de la clase obrera, ha desarrollado ante vosotros, y además ha defendido, públicamente, opiniones que él sabe son profundamente impopulares entre la clase obrera. Esta prueba de valentía moral debe merecer el alto aprecio de todos nosotros. Confío en que, a pesar del estilo tosco de mi conferencia, el ciudadano Weston verá al final de ella que coincido con la acertada idea que, a mi modo de ver, sirve de base a sus tesis, a las que, sin embargo, en su forma actual, no puedo por menos de juzgar como teóricamente falsas y prácticamente peligrosas.
Con esto paso directamente a la cuestión que nos ocupa.

1. PRODUCCIÓN Y SALARIOS

El argumento del ciudadano Weston se basa, en realidad, en dos premisas:
1) que el volumen de la producción nacional es una cosa fija, una cantidad o magnitud, como dirían los matemáticos, constante;
2) que la suma de los salarios reales, es decir, medidos por la cantidad de mercancías que puede ser comprada con ellos, es también una suma fija, una magnitud constante.
Pues bien, su primer aserto es evidentemente erróneo. Veréis que el valor y el volumen de la producción aumentan de año en año, que las fuerzas productivas del trabajo nacional crecen y que la cantidad de dinero necesaria para poner en circulación esta producción creciente varía sin cesar. Lo que es cierto al final de cada año y respecto a distintos años comparados entre sí, lo es también respecto a cada día medio del año. El volumen o la magnitud de la producción nacional varía continuamente. No es una magnitud constante, sino variable, y no tiene más remedio que serlo, aun prescindiendo de las fluctuaciones de la población, por los continuos cambios que se operan en la acumulación de capital y en las fuerzas productivas del trabajo. Es completamente cierto que Si hoy se implantase un aumento en el tipo general de salario, este aumento, por sí solo, cualesquiera que fuesen sus resultados ulteriores, no haría cambiar inmediatamente el volumen de la producción. En un principio tendría que arrancar del estado de cosas existente. Y si la producción nacional, antes de la subida de salarios, era variable y no fija, lo seguiría siendo también después de la subida.
Pero, admitamos que el volumen de la producción nacional fuese constante y no variable. Aun en este caso, lo que nuestro amigo Weston cree una conclusión lógica, seguiría siendo una afirmación gratuita. Si tomo un determinado número, digamos 8, los límites absolutos de esta cifra no impiden que varíen los límites relativos de sus componentes. Supongamos que la ganancia fuese igual a 6 y los salarios iguales a 2: los salarios podrían aumentar hasta 6 y la ganancia descender hasta 2, pero la cifra total seguiría siendo 8. Así pues, el volumen fijo de la producción no llegará jamás a probar la suma fija de los salarios. ¿Cómo prueba, pues, nuestro amigo Weston esa fijeza? Sencillamente, afirmándola.
Pero, aunque diésemos por buena su afirmación, ésta tendría efecto en los dos sentidos, y él sólo quiere que valga en uno. Si el volumen de los salarios representa una magnitud constante, no se le podrá aumentar ni disminuir. Por tanto, si los obreros obran neciamente cuando imponen un aumento temporal de salarios, no menos neciamente obrarían los capitalistas al imponer una rebaja transitoria de jornales. Nuestro amigo Weston no niega que, en ciertas circunstancias, los obreros pueden imponer un aumento de salarios; pero, como según él la suma de salarios es fija por ley natural, este aumento provocaría necesariamente una reacción. El sabe también, por otra parte, que los capitalistas pueden imponer una rebaja de salarios, y la verdad es que lo intentan continuamente. Según el principio de la constancia de los salarios, en este caso debería seguir una reacción, exactamente lo mismo que en el caso anterior. Por tanto, los obreros obrarían acertadamente reaccionando contra las rebajas de los salarios o los intentos de ellas. Obrarían, por tanto, acertadamente al arrancar aumentos de salarios, pues toda reacción contra una rebaja de salarios es una acción por su aumento. Por consiguiente, según el principio de la constancia de los salarios, que sostiene el mismo ciudadano Weston, los obreros deben, en ciertas circunstancias, unirse y luchar por el aumento de sus jornales.
Para negar esta conclusión, tendría que renunciar a la premisa de la cual arranca. No debe decir que el volumen de los salarios es una magnitud constante, sino que, aunque no puede ni debe aumentar, puede y debe disminuir siempre que al capital le plazca rebajarlo. Si al capitalista le place alimentaros con patatas en vez de daros carne, y con avena en vez de trigo, debéis aceptar su voluntad como una ley de la Economía política y someteros a ella. Si en un país, por ejemplo en los Estados Unidos, los tipos de salarios son más altos que en otro, por ejemplo en Inglaterra, debéis explicaros esta diferencia como una diferencia entre la voluntad del capitalista norteamericano y la del capitalista inglés; método este que, ciertamente, simplificaría mucho, no ya el estudio de los fenómenos económicos, sino el de todos los demás fenómenos.
Pero, aun así, habría que preguntarse: ¿por qué la voluntad del capitalista norteamericano difiere de la del capitalista inglés? Y, para poder contestar a esta pregunta, no tendríamos más remedio que traspasar los dominios de la voluntad. Un cura podría decirme que Dios en Francia quiere una cosa y en Inglaterra otra. Y si le apremio a que me explique esa doble voluntad, podría tener el descaro de contestarme que está en los designios de Dios tener una voluntad en Francia y otra distinta en Inglaterra. Pero, seguramente, nuestro amigo Weston nunca convertirá en argumento esta negación completa de todo raciocinio.
Indudablemente, la voluntad del capitalista consiste en embolsarse lo más que pueda. Y lo que hay que hacer no es discurrir acerca de lo que quiere, sino investigar su poder, los límites de este poder y el carácter de estos límites.

2. PRODUCCIÓN, SALARIOS, GANANCIAS

La conferencia que nos ha dado el ciudadano Weston podría haberse comprimido hasta caber en una cáscara de nuez.
Toda su argumentación se redujo a lo siguiente: si la clase obrera obliga a la clase capitalista a pagarle, en forma de salario en dinero, cinco chelines en vez de cuatro, el capitalista le devolverá en forma de mercancías el valor de cuatro chelines en vez del valor de cinco. La clase obrera tendrá que pagar ahora cinco chelines por lo que antes de la subida de salarios le costaba cuatro. ¿Y por qué ocurre esto? ¿Por qué el capitalista sólo entrega el valor de cuatro chelines por cinco chelines? Porque la suma de los salarios es fija. Pero, ¿por qué se cifra precisamente en cuatro chelines de valor en mercancías? ¿Por qué no se cifra en tres o en dos, o en otra suma cualquiera? Si el límite de la suma de los salarios está fijado por una ley económica, independiente tanto de la voluntad del capitalista como de la del obrero, lo primero que hubiera debido hacer el ciudadano Weston era exponer y demostrar esta ley. Hubiera debido demostrar, además, que la suma de salarios que se abona realmente en cada momento dado coincide siempre exactamente con la suma necesaria de los salarios, sin desviarse jamás de ella. En cambio, si el límite dado de la suma de salarios depende de la simple voluntad del capitalista o de los límites de su codicia, trátase de un límite arbitrario, que no encierra nada de necesario, que puede variar a voluntad del capitalista y que puede también, por tanto, hacerse variar contra su voluntad.
El ciudadano Weston ilustró su teoría diciéndonos que si una sopera contiene una determinada cantidad de sopa, destinada a determinado número de personas, la cantidad de sopa no aumentará porque aumente el tamaño de las cucharas. Me permitirá que encuentre este ejemplo poco sustancioso. Me recuerda en cierto modo la comparación de que se valió Menenio Agripa. Cuando los plebeyos romanos se pusieron en huelga contra los patricios, el patricio Agripa les contó que el estómago patricio alimentaba a los miembros plebeyos del cuerpo político. Lo que no consiguió Agripa fue demostrar que puedan alimentarse los miembros de un hombre llenando el estómago de otro. El ciudadano Weston, a su vez, se olvida de que la sopera de la que comen los obreros contiene todo el producto del trabajo nacional y que lo que les impide sacar de ella una ración mayor no es la pequeñez de la sopera ni la escasez de su contenido, sino sencillamente el reducido tamaño de sus cucharas.
¿Qué artimaña permite al capitalista devolver un valor de cuatro chelines por cinco? La subida de los precios de las mercancías que vende. Ahora bien; la subida de los precios o, dicho en términos más generales, las variaciones de los precios de las mercancías, y los precios mismos de éstas, ¿dependen acaso de la simple voluntad del capitalista o, por el contrario, tienen que darse ciertas circunstancias para que prevalezca esa voluntad? Si no ocurriese esto último, las alzas y bajas, las oscilaciones incesantes de los precios del mercado serían un enigma indescifrable.
Si admitimos que no se ha operado en absoluto ningún cambio, ni en las fuerzas productivas del trabajo, ni en el volumen del capital y trabajo invertidos, ni en el valor del dinero en que se empresa el valor de los productos, sino que ha cambiado tan sólo el tipo de salarios, ¿cómo puede esta alza de salarios influir en los precios de las mercancías? Solamente influyendo en la proporción existente entre la oferta y la demanda de ellas.
Es absolutamente cierto que la clase obrera, considerada en conjunto, invierte y tiene forzosamente que invertir sus ingresos en artículos de primera necesidad. Una subida general del tipo de salarios determinaría, por tanto, un aumento en la demanda de estos artículos de primera necesidad y provocaría, con ello, un aumento de sus precios en el mercado. Los capitalistas que producen estos artículos de primera necesidad se resarcirían del aumento de salarios con el alza de los precios de sus mercancías. Pero. ¿qué ocurriría con los demás capitalistas, que no producen artículos de primera necesidad? Y no creáis que éstos son pocos. Si tenéis en cuenta que dos terceras partes de la producción nacional son consumidas por una quinta parte de la población —un diputado de la Cámara de los Comunes afirmó hace poco que estos consumidores formaban sólo la séptima parte de la población— podréis imaginaros qué parte tan enorme de la producción nacional se destina a artículos de lujo o se cambia por ellos y qué cantidad tan inmensa de artículos de primera necesidad se derrocha en lacayos, caballos, gatos, etc., derroche que, según nos enseña la experiencia, disminuye siempre considerablemente al aumentar los precios de los artículos de primera necesidad.
Pues bien, ¿cuál sería la situación de estos capitalistas que no producen artículos de primera necesidad? Estos capitalistas no podrían resarcirse de la baja de su cuota de ganancia, efecto de una subida general de salarios, elevando los precios de sus mercancías, puesto que la demanda de éstas no aumentaría. Sus ingresos disminuirían, y de estos ingresos mermados tendrían que pagar más por la misma cantidad de artículos de primera necesidad que subieron de precio. Pero la cosa no pararía aquí. Como sus ingresos habrían disminuido, ya no podrían gastar tanto en artículos de lujo, con lo cual descendería también la demanda mutua de sus respectivas mercancías. Y, a consecuencia de esta disminución de la demanda, bajarían los precios de sus mercancías. Por tanto, en estas ramas industriales, la cuota de ganancia no sólo descendería en simple proporción al aumento general del tipo de los salarios, sino que este descenso sería proporcionado a la acción conjunta de la subida general de salarios, del aumento de precios de los artículos de primera necesidad y de la baja de precios de los artículos de lujo.
¿Cuál sería la consecuencia de esta diversidad en cuanto a las cuotas de ganancia de los capitales colocados en las diferentes ramas de la industria? La misma consecuencia que se produce siempre que, por la razón que sea, se dan diferencias en las cuotas medias de ganancia de las diversas ramas de producción. El capital y el trabajo se desplazarían de las ramas menos rentables a las más rentables; y este proceso de desplazamiento duraría hasta que la oferta de una rama industrial aumentase proporcionalmente a la mayor demanda y en las demás ramas industriales disminuyese conforme a la menor demanda. Una vez operado este cambio, la cuota general de ganancia volvería a nivelarse en las diferentes ramas de la industria. Como todo el trastorno obedecía en un principio a un simple cambio en cuanto a la relación entre la oferta y la demanda de diversas mercancías, al cesar la causa cesarían también los efectos, y los precios volverían a su antiguo nivel y recobrarían su antiguo equilibrio. La baja de la cuota de ganancia por efecto de los aumentos de salarios, en vez de limitarse a unas cuantas ramas industriales, se generalizaría. Según el supuesto de que partimos, no se introduciría ningún cambio ni en las fuerzas productivas del trabajo ni en el volumen global de la producción, sino que el volumen de producción dado se limitaría a cambiar de forma. Ahora, estaría representada por artículos de primera necesidad una parte mayor del volumen de producción y sería menor la parte integrada por los artículos de lujo, o, lo que es lo mismo, disminuiría la parte destinada a cambiarse por mercancías de lujo importadas del extranjero y aumentaría la parte consumida en su forma natural; o, lo que también resulta lo mismo, una parte mayor de la producción nacional se cambiaría por artículos de primera necesidad importados, en vez de cambiarse por artículos de lujo. Por tanto, después de trastornar temporalmente los precios del mercado, la subida general del tipo de salarios sólo conduciría a una baja general de la cuota de ganancia, sin introducir ningún cambio permanente en los precios de las mercancías.
Y si se me dice que en la anterior argumentación doy por supuesto que todo el incremento de los salarios se invierte en artículos de primera necesidad, replicaré que parto del supuesto más favorable para el punto de vista del ciudadano Weston. Si el incremento de los salarios se invirtiese en objetos que antes no entraban en el consumo de los obreros, no sería necesario pararse a demostrar que su poder adquisitivo había experimentado un aumento real. Pero, como no es más que la consecuencia de la subida de los salarios, este aumento del poder adquisitivo del obrero tiene que corresponder exactamente a la disminución del poder adquisitivo de los capitalistas. Es decir, que la demanda global de mercancías no aumentaría, sino que cambiarían los elementos integrantes de esta demanda. El aumento de la demanda de un lado se compensaría con la disminución de la demanda de otro lado. Por este camino, como la demanda global permanece invariable, no se operaría ningún cambio en los precios de mercado de las mercancías.
Os veis, por tanto, situados ante un dilema. Una de dos: o el incremento de los salarios se invierte por igual en todos los artículos de consumo, en cuyo caso la expansión de la demanda por parte de la clase obrera tiene que compensarse con la contracción de la demanda por parte de la clase capitalista; o el incremento de los salarios solo se invierte en determinados artículos cuyos precios en el mercado aumentarán temporalmente: en este caso, el alza y la baja respectiva de la cuota de ganancia en unas y otras ramas industriales provocarán un cambio en cuanto a la distribución del capital y el trabajo, en tanto la oferta se acople en unas ramas a la mayor demanda y en otras a la demanda menor. En el primer supuesto, no se producirá ningún cambio en los precios de las mercancías. En el segundo, tras algunas oscilaciones de los precios del mercado, los valores de cambio de las mercancías descenderán a su nivel primitivo. En ambos casos, tendremos que la subida general del tipo de salarios sólo conducirá, en fin de cuentas, a una baja general de la cuota de ganancia.
Para espolear vuestra imaginación, el ciudadano Weston os invitaba a pensar en las dificultades que acarrearía en Inglaterra un alza general de los jornales de los obreros agrícolas, de nueve a dieciocho chelines. ¡Pensad, exclamaba, en el enorme aumento de la demanda de artículos de primera necesidad que eso supondría y, en su consecuencia, la subida espantosa de los precios a que daría lugar! Pues bien, todos sabéis que los jornales medios de los obreros agrícolas en Norteamérica son más del doble que los de los obreros agrícolas en Inglaterra, a pesar de que allí los precios de los productos agrícolas son más bajos que aquí, a pesar de que en los Estados Unidos reinan las mismas relaciones generales entre el capital y el trabajo que en Inglaterra y a pesar de que el volumen anual de la producción norteamericana es mucho más reducido que el de la inglesa. ¿Por qué, pues, nuestro amigo echa esta campana a rebato? Sencillamente, para desplazar el verdadero problema. Un aumento repentino de salarios de nueve a dieciocho chelines, representaría una subida repentina del 100 por 100. Ahora bien, aquí no discutimos en absoluto si en Inglaterra podría elevarse de pronto el tipo general de salarios en un 100 por 100. No nos interesa para nada la cuantía del aumento, que en cada caso concreto depende de las circunstancias y tiene que adaptarse a ellas. Lo único que nos interesa es investigar en qué efectos se traduciría un alza general del tipo de salarios, aunque no excediese del uno por ciento.
Dejando a un lado esta alza fantástica del 100 por 100 del amigo Weston, voy a encaminar vuestra atención hacia el aumento efectivo de salarios operado en la Gran Bretaña en la década que va de 1849 a 1859.
Todos conocéis la ley de las diez horas, o mejor dicho, de las diez horas y media, promulgada en 1848. Fue uno de los mayores cambios económicos que hemos presenciado. Representaba un aumento súbito y obligatorio de salarios, no ya en algunas industrias locales, sino en las ramas industriales que van a la cabeza, y por medio de las cuales Inglaterra domina los mercados del mundo. Era una subida de salarios que se operaba en circunstancias excepcionalmente desfavorables. El doctor Ure, el profesor Senior y todos los demás portavoces oficiales de la burguesía en el campo de la Economía se empeñaron en demostrar, y debo decir que lo hicieron con razones mucho mas sólidas que nuestro amigo Weston, que aquello era tocar a muerto por la industria inglesa. Demostraron que no se trataba de un aumento de salarios puro y simple, sino de un aumento de salarios provocado por la disminución de la cantidad de trabajo invertido y basado en ella.
Afirmaban que la duodécima hora, que se quería arrebatar al capitalista, era precisamente la única en que éste obtenía su ganancia. Amenazaron. con el descenso de la acumulación, la subida de los precios, la pérdida de mercados, el decrecimiento de la producción, la reacción consiguiente sobre los salarios y, por último, la ruina. Sostenían que la ley del máximo3 dictada por Maximiliano Robespierre era, comparada con aquello, una pequeñez; y en cierto sentido tenían razón. ¿Y cuál fue, en realidad, el resultado? Que los salarios en dinero de los obreros fabriles aumentaron a pesar de haberse reducido la jornada de trabajo, que creció considerablemente el número de obreros fabriles ocupados, que bajaron constantemente los precios de sus productos, que se desarrollaron maravillosamente las fuerzas productivas de su trabajo y se dilataron en proporciones inauditas y cada vez mayores los mercados para sus artículos. Yo mismo pude escuchar en Manchester, en 1861, en una asamblea convocada por la Sociedad para el Fomento de la Ciencia, cómo el señor Newman confesaba que él, el doctor Ure, Senior y todos los demás representantes oficiales de la ciencia económica se habían equivocado, mientras que el instinto del pueblo había sabido ver certeramente. Cito aquí a W. Newman4 y no al profesor Francis Newman, porque aquél ocupa en la ciencia económica una posición preeminente como colaborador y editor de la "Historia de los Precios", de Mr. Thomas Tooke, esta obra magnífica, que estudia la historia de los precios desde 1793 hasta 1856. Si la idea fija de nuestro amigo Weston acerca del volumen fijo de los salarios, de un volumen de producción fijo, de un grado fijo de productividad del trabajo, de una voluntad fija y constante de los capitalistas y todo lo demás fijo y definitivo en Weston fuesen exactos, el profesor Senior habría acertado con sus sombrías predicciones, y, en cambio, se habría equivocado Roberto Owen, que ya en 1816 proclamaba la disminución general de la jornada de trabajo como el primer paso preparatorio para la emancipación de la clase obrera5, implantándola el mismo por su cuenta y riesgo en su fábrica textil de New Lanark, frente al prejuicio generalizado.
En la misma época en que se implantaba la ley de las diez horas y se producía el subsiguiente aumento de los salarios, tuvo lugar en la Gran Bretaña, por razones que no cabe exponer aquí, una subida general de los jornales de los obreros agrícolas.
Aunque no es necesario para mi objeto inmediato, haré unas indicaciones previas para no induciros a error.
Si una persona percibe dos chelines de salario a la semana y después éste se le sube a cuatro chelines, el tipo de salario habrá aumentado en el 100 por 100. Esto, expresado como aumento del tipo de salario, parecería algo maravilloso, aunque en realidad la cuantía efectiva del salario, o sea, cuatro chelines a la semana, siga siendo un mísero salario de hambre. Por tanto, no debéis dejaros fascinar por los altisonantes tantos por ciento en el tipo de salario, sino preguntar siempre cuál era la cuantía primitiva del jornal.
Además, comprenderéis que si hay diez obreros que ganan cada uno dos chelines a la semana, cinco obreros que ganan cinco chelines cada uno y otros cinco que ganan once, entre los veinte ganarán cien chelines o cinco libras esterlinas a la semana. Si luego la suma global de estos salarios semanales aumenta, digamos en un 20 por 100, arrojará una subida de cinco libras a seis. Fijándonos en el promedio, podríamos decir que, el tipo general de salarios ha aumentado en un 20 por 100, aunque, en realidad, los salarios de los diez obreros no varíen y los salarios de uno de los dos grupos de cinco obreros sólo aumenten de cinco chelines a seis por persona, aumentando la suma de salarios del otro grupo de cinco obreros de cincuenta y cinco a setenta. Aquí, la mitad de los obreros no mejoraría absolutamente en nada de situación, la cuarta parte experimentaría un alivio insignificante, y sólo la cuarta parte restante obtendría una mejora efectiva. Pero, calculando la media, la suma global de salarios de estos veinte obreros aumentaría en un 20 por 100, y en lo que se refiere al capital global que los emplea y los precios de las mercancías que producen, sería exactamente lo mismo que si todos participasen por igual en la subida media de los salarios. En el caso de los obreros agrícolas, como el nivel de los salarios abonados en los distintos condados de Inglaterra y Escocia difiere considerablemente, el aumento les afectó de un modo muy desigual.
Finalmente, durante la época en que tuvo lugar esa subida de salarios se manifestaron también influencias que la contrarrestaban, tales como los nuevos impuestos que trajo consigo la guerra contra Rusia6, la demolición extensiva de las viviendas de los obreros agrícolas7, etc.
Después de tantos prolegómenos, paso a consignar que de 1849 a 1859 el tipo medio de salarios de los obreros del campo en la Gran Bretaña experimentó un aumento del cuarenta por ciento, aproximadamente. Podría aduciros copiosos detalles en apoyo de mi afirmación, pero para el objeto que se persigue creo que bastará con remitiros a la concienzuda y crítica conferencia que el difunto Sr. John C. Morton dio en 1859, en la Sociedad de las Artes8 de Londres sobre «Las fuerzas aplicadas en la agricultura». El señor Morton expone los datos estadísticos sacados de las cuentas y otros documentos auténticos de unos cien agricultores, en doce condados de Escocia y treinta y cinco de Inglaterra.
Según el punto de vista de nuestro amigo Weston, y considerando además el alza simultánea operada en los salarios de los obreros fabriles durante los años 1849-1859, los precios de los productos agrícolas hubieran debido experimentar un aumento enorme. Pero, ¿qué aconteció, en realidad? A pesar de la guerra contra Rusia y de las malas cosechas que se dieron consecutivamente en los años 1854 a 1856, los precios medios del trigo, que es el principal producto agrícola de Inglaterra, bajaron de unas tres libras esterlinas por quarter, a que se había cotizado durante los años de 1838 a 1848, hasta unas dos libras y diez chelines el quarter, a que se cotizó de 1849 a 1859. Esto representa una baja del precio del trigo de más del 16 por 100, con un alza media simultánea del 40 por 100 en los jornales de los obreros agrícolas. Durante la misma época, si comparamos el final con el comienzo, es decir, el año de 1859 con el de 1849, el número oficial de indigentes desciende de 934.419 a 860.470, lo que supone una diferencia de 73.949; reconozco que es una disminución muy pequeña, que además vuelve a desaparecer en los años siguientes; pero es, con todo, una disminución.
Se nos podría decir que, a consecuencia de la derogación de las leyes cerealistas9, la importación de trigo extranjero durante el período de 1849 a 1859 aumentó en más de dos veces, comparada con la de 1838 a 1848. Y ¿qué se infiere de esto? Desde el punto de vista del ciudadano Weston, hubiera debido suponerse que esta enorme demanda repentina y creciente sin cesar en los mercados extranjeros había hecho subir hasta un nivel espantoso los precios de los productos agrícolas, puesto que los efectos de la creciente demanda son los mismos cuando procede de fuera que cuando proviene de dentro. Pero, ¿qué ocurrió, en realidad? Si se exceptúa algunos años de malas cosechas, vemos que en Francia se quejan constantemente, durante todo este tiempo, de la ruinosa baja del precio del trigo; los norteamericanos veíanse constantemente obligados a quemar el sobrante de su producción y Rusia, si hemos de creer al señor Urquhart, atizó la guerra civil en los Estados Unidos10 porque la competencia de los yanquis paralizaba la exportación de productos agrícolas rusos a los mercados de Europa.
Reducido a su forma abstracta, el argumento del ciudadano Weston se traduciría en lo siguiente: todo aumento de la demanda se opera siempre sobré la base de un volumen dado de producción. Por tanto, no puede hacer aumentar nunca la oferta de los artículos apetecidos, sino solamente hacer subir su precio en dinero. Ahora bien, la más común observación demuestra que, en algunos casos, el aumento de la demanda no altera para nada los precios de las mercancías, y que en otros casos provoca un alza pasajera de los precios del mercado, a la que sigue un aumento de la oferta, seguido a su vez por la baja de los precios hasta su nivel primitivo, y en muchos casos por debajo de él. El que el aumento de la demanda obedezca al alza de los salarios o a otra causa cualquiera no altera para nada los términos del problema. Desde el punto de vista del ciudadano Weston, tan difícil resulta explicarse el fenómeno general como el que se revela bajo las circunstancias excepcionales de una subida de salarios. Por tanto, su argumento no tiene nada que ver con el objeto que nos ocupa. Sólo pone de manifiesto su perplejidad ante las leyes por virtud de las cuales una mayor demanda provoca una mayor oferta y no un alza definitiva de los precios del mercado.

3. SALARIOS Y DINERO

Al segundo día de debate, nuestro amigo Weston vistió su vieja afirmación con nuevas formas. Dijo: al producirse un alza general de los salarios en dinero, se necesitará más dinero constante para abonar los mismos salarios. Siendo la cantidad de dinero circulante una cantidad fija, ¿cómo vais a poder pagar, con esa suma fija de dinero circulante, una suma mayor de salarios en dinero? En un principio, la dificultad surgía de que, aunque subiese el salario en dinero del obrero, la cantidad de mercancías que le correspondía era fija; ahora, surge del aumento de los salarios en dinero, a pesar de existir un volumen fijo de mercancías. Y, naturalmente, si rechazáis su dogma originario, desaparecerán también las dificultades concomitantes.
Voy a demostraros, sin embargo, que este problema de la circulación del dinero no tiene nada absolutamente que ver con el tema que nos ocupa.
En vuestro país, el mecanismo de pagos está mucho más perfeccionado que en ningún otro país de Europa. Gracias a la extensión y concentración del sistema bancario, se necesita mucho menos dinero circulante para poner en circulación la misma cantidad de valores y realizar el mismo o mayor número de operaciones. En lo que respecta, por ejemplo, a los salarios, el obrero fabril inglés entrega semanalmente su salario al tendero, que lo envía todas las semanas al banquero; éste lo devuelve semanalmente al fabricante, quien vuelve a pagarlo a sus obreros, y así sucesivamente. Gracias a este mecanismo, el salario anual de un obrero, que asciende, supongamos, a cincuenta y dos libras esterlinas, puede pagarse con un solo soberano que recorra todas las semanas el mismo ciclo. Incluso en Inglaterra, este mecanismo de pagos no es tan perfecto como en Escocia, y no en todas partes presenta la misma perfección; por eso vemos que, por ejemplo, en algunas comarcas agrícolas se necesita, si las comparamos con las comarcas fabriles, mucho más dinero para poner en circulación un volumen más pequeño de valores.
Si cruzáis el Canal, veréis que en el continente los salarios en dinero son mucho más bajos que en Inglaterra, a pesar de lo cual en Alemania, en Italia, en Suiza y en Francia se necesita, para pagarlos, una cantidad mucho mayor de dinero. El mismo soberano no va a parar tan rápidamente a manos del banquero, ni retorna con tanta prontitud al capitalista industrial; por eso, en lugar del soberano necesario en Inglaterra para poner en circulación cincuenta y dos libras esterlinas al año, en el continente, para abonar un salario anual que ascienda a la suma de veinticinco libras, se necesitan tal vez tres soberanos. De este modo, comparando los países del continente con Inglaterra, veréis en seguida que salarios en dinero bajos pueden exigir, para su circulación, cantidades mucho mayores de dinero que los salarios altos, y que esto no es, en realidad, más que un problema puramente técnico, que nada tiene que ver con el tema que nos ocupa.
Según los mejores cálculos que conozco, los ingresos anuales de la clase obrera de este país pueden cifrarse en unos 250 millones de libras esterlinas. Esta enorme suma se pone en circulación mediante unos tres millones de libras. Supongamos que se produzca una subida de salarios del 50 por 100. En vez de tres millones se necesitarían cuatro millones y medio en dinero circulante. Como una parte considerable de los gastos diarios del obrero se cubre con plata y cobre, es decir, con simples signos monetarios, cuyo valor en relación al oro se fija arbitrariamente por la ley, al igual que el valor del papel moneda no canjeable, resulta que esa subida del 50 por 100 de los salarios en dinero supondría, en el peor de los casos, el aumentar la circulación, digamos, en un millón de soberanos. Se lanzaría a la circulación un millón, que ahora está reposando en los sótanos del Banco de Inglaterra o en las cajas de la Banca privada, en forma de lingotes o de metal amonedado. E incluso podría ahorrarse, y se ahorraría efectivamente, el gasto insignificante que supondría la acuñación suplementaria o el mayor desgaste de ese millón, si la necesidad de aumentar el dinero puesto en circulación produjese algún rozamiento. Todos sabéis que el dinero circulante de este país se divide en dos grandes grupos. Una parte, consistente en billetes de banco de las más diversas clases, se emplea en las transacciones entre comerciantes, y también en las transacciones entre comerciantes y consumidores para saldar los pagos más importantes; otra parte de los medios de circulación, la moneda de metal, circula en el comercio al por menor. Aunque distintas, estas dos clases de medios de circulación se mezclan y combinan mutuamente. Así, la moneda de oro circula, en una buena proporción, incluso en pagos importantes, para cubrir las cantidades fraccionarias inferiores a cinco libras. Pues bien: si mañana se emitiesen billetes de cuatro libras, de tres o de dos, el oro que llena estos canales de circulación saldría en seguida de ellos y afluiría a aquellos canales en que fuese necesario para atender a la subida de los jornales en dinero. Por este procedimiento, podría movilizarse el millón adicional exigido por la subida de los salarios en un 50 por 100, sin añadir ni un solo soberano. Y el mismo resultado se conseguiría, sin emitir ni un billete de banco adicional, con sólo aumentar la circulación de letras de cambio, como ocurrió durante mucho tiempo en el condado de Lancaster.
Si una subida general del tipo de salarios, por ejemplo, del 100 por 100, como el ciudadano Weston supone respecto a los salarios de los obreros del campo, provocase una gran alza en los precios de los artículos de primera necesidad y exigiese, según sus conceptos, una suma adicional de medios de pago, que no podría conseguirse, una baja general de salarios debería producir el mismo resultado y en idéntica proporción, aunque en sentido inverso. Pues bien, todos sabéis que los años de 1858 a 1860 fueron los años más favorables para la industria algodonera y que sobre todo el año de 1860 ocupa a este respecto un lugar único en los anales del comercio; este año fue también de gran prosperidad para las otras ramas industriales. En 1860, los salarios de los obreros del algodón y de los demás obreros relacionados con esta industria fueron más altos que nunca hasta entonces. Pero vino la crisis norteamericana, y todos estos salarios viéronse reducidos de pronto a la cuarta parte, aproximadamente, de su suma anterior. En sentido inverso, esto habría supuesto una subida del 300 por 100. Cuando los salarios suben de cinco chelines a veinte, decimos que experimentan una subida del 300 por 100; si bajan de veinte chelines a cinco, decimos que descienden el 75 por 100, pero la cuantía de la subida en un caso y de la baja en el otro es la misma, a saber: 15 chelines. Sobrevino, pues, un cambio repentino en el tipo de los salarios, como jamás se había conocido anteriormente, y el cambio afectó a un número de obreros que, si no incluimos tan sólo a los que trabajaban directamente en la industria algodonera, sino también a los que dependían indirectamente de esta industria, excedía en una mitad al censo de los obreros agrícolas. ¿Acaso bajó el precio del trigo? Al contrario, subió de 47 chelines y 8 peniques por quarter, que había sido el precio medio en los tres años de 1858 a 1860, a 55 chelines y 10 peniques el quarter, según la media anual de los tres años de 1861 a 1863. Por lo que se refiere a los medios de pago, durante el año 1861 se acuñaron en la Casa de la Moneda 8.673.232 libras esterlinas, contra 3.378.102 libras que se habían acuñado en 1860; es decir, que en 1861 se acuñaron 5.295.130 libras esterlinas más que en 1860. Es cierto que el volumen de circulación de billetes de banco en 1861 arrojó 1.319.000 libras menos que el de 1860. Descontemos esto y aún quedará para el año 1861, comparado con el anterior año de prosperidad, 1860, un superávit de medios de circulación por valor de 3.976.130 libras, casi cuatro millones de libras esterlinas; en cambio, la reserva de oro del Banco de Inglaterra durante este período de tiempo disminuyó, no en la misma proporción exactamente, pero en una proporción aproximada.
Comparad ahora el año 1862 con el año 1842. Prescindiendo del enorme aumento del valor y del volumen de las mercancías en circulación, el capital desembolsado solamente para cubrir las operaciones regulares de acciones, empréstitos, etc., de valores de los ferrocarriles, asciende, en Inglaterra y el País de Gales, durante el año 1862, a la suma de 320.000.000 de libras esterlinas, cifra que en 1842 habría parecido fabulosa. Y, sin embargo, las sumas globales de los medios de circulación fueron casi iguales en los años 1862 y 1842; y, en términos generales, advertiréis, frente a un enorme aumento de valor no sólo de las mercancías, sino también en general de las operaciones en dinero, una tendencia a la disminución progresiva de éste. Desde el punto de vista de nuestro amigo Weston, esto es un enigma indescifrable.
Si hubiese ahondado algo más en el asunto, habría visto que, prescindiendo de los salarios y suponiendo que éstos permanezcan invariables, el valor y el volumen de las mercancías puestas en circulación, y, en general, la cuantía de las operaciones en dinero concertadas, varían diariamente; que la cuantía de billetes de banco emitidos varía diariamente; que la cuantía de los pagos que se efectúan sin ayuda de dinero, por medio de letras de cambio, cheques, créditos sentados en los libros, las clearing houses, varía diariamente; que en la medida en que se necesita acudir al verdadero dinero en metálico, la proporción entre las monedas que circulan y las monedas y los lingotes guardados en reserva o atesorados en los sótanos de los Bancos, varía diariamente; que la suma del oro absorbido por la circulación nacional y enviado al extranjero para los fines de la circulación internacional, varía diariamente. Habría visto que su dogma del pretendido volumen fijo de los medios de pago es un tremendo error, incompatible con la realidad de todos los días. Se habría informado de las leyes que permiten a los medios de pago adaptarse a condiciones que varían tan constantemente, en vez de convertir su falsa concepción acerca de las leyes de la circulación monetaria en un argumento contra la subida de los salarios.

4. OFERTA Y DEMANDA

Nuestro amigo Weston hace suyo el proverbio latino de repetitio est mater studiorum, que quiere decir: «la repetición es la madre del estudio», razón por la cual nos repite su dogma inicial bajo la nueva forma de que la reducción de los medios de pago operada por la subida de los salarios determinaría una disminución del capital, etcétera. Después de haber desechado sus extravagancias acerca de los medios de pago, considero de todo punto inútil detenerme a examinar las consecuencias imaginarias que él cree emanan de su imaginaria conmoción de los medios de pago. Paso, pues, inmediatamente a reducir a su expresión teórica más simple su dogma, que es siempre uno y el mismo, aunque lo repita bajo tantas formas diversas.
Una sola observación pondrá de manifiesto la ausencia de sentido crítico con que trata su tema. Se declara contrario a la subida de salarios o a los salarios altos que resultarían a consecuencia de esta subida. Ahora bien, le pregunto yo: ¿qué son salarios altos y qué salarios bajos? ¿Por qué, por ejemplo, cinco chelines semanales se considera como salario bajo y veinte chelines a la semana se reputa salario alto? Si un salario de cinco es bajo en comparación con uno de veinte, el de veinte será todavía más bajo en comparación con uno de doscientos. Si alguien diese una conferencia sobre el termómetro y se pusiese a declamar sobre grados altos y grados bajos, no enseñaría nada a nadie. Lo primero que tendría que explicar es cómo se encuentra el punto de congelación y el punto de ebullición y cómo estos dos puntos determinantes obedecen a leyes naturales y no a la fantasía de los vendedores o de los fabricantes de termómetros. Pues bien, por lo que se refiere a los salarios y las ganancias, el ciudadano Weston, no sólo no ha sabido deducir de las leyes económicas esos puntos determinantes, sino que no ha sentido siquiera la necesidad de indagarlos. Se contenta con admitir las expresiones vulgares y corrientes de bajo y alto, como si estos términos tuviesen alguna significación fija, a pesar de que salta a la vista que los salarios sólo pueden calificarse de altos o de bajos comparándolos con alguna norma que nos permita medir su magnitud.
El ciudadano Weston no podrá decirme por qué se paga una determinada suma de dinero por una determinada cantidad de trabajo. Si me contestase que esto lo regula la ley de la oferta y la demanda, le pediría ante todo que me dijese por qué ley se regulan, a su vez, la demanda y la oferta. Y esta contestación le pondría inmediatamente fuera de combate. Las relaciones entre la oferta y la demanda de trabajo se hallan sujetas a constantes fluctuaciones, y con ellas fluctúan los precios del trabajo en el mercado. Si la demanda excede de la oferta, suben los salarios; si la oferta rebasa a la demanda, los salarios bajan, aunque en tales circunstancias pueda ser necesario comprobar el verdadero estado de la demanda y la oferta, v. gr., por medio de una huelga o por otro procedimiento cualquiera. Pero si tomáis la oferta y la demanda como ley reguladora de los salarios, sería tan pueril como inútil clamar contra las subidas de salarios, puesto que, con arreglo a la ley suprema que invocáis, las subidas periódicas de los salarios son tan necesarias y tan legítimas como sus bajas periódicas. Y si no consideráis la oferta y la demanda como ley reguladora de los salarios, entonces repito mi pregunta anterior ¿por qué se da una determinada suma de dinero por una determinada cantidad de trabajo?
Pero enfoquemos la cosa desde un punto de vista más amplio: os equivocaríais de medio a medio, si creyerais que el valor [44] del trabajo o de cualquier otra mercancía se determina, en último término, por la oferta y la demanda. La oferta y la demanda no regulan más que las oscilaciones pasajeras de los precios en el mercado. Os explicarán por qué el precio de un artículo en el mercado sube por encima de su valor o cae por debajo de él, pero no os explicarán jamás este valor en sí. Supongamos que la oferta y la demanda se equilibren o se cubran mutuamente, como dicen los economistas. En el mismo instante en que estas dos fuerzas contrarias se nivelan, se paralizan mutuamente y dejan de actuar en uno u otro sentido. En el instante mismo en que la oferta y la demanda se equilibran y dejan, por tanto, de actuar, el precio de una mercancía en el mercado coincide con su valor real, con el precio normal en torno al cual oscilan sus precios en el mercado. Por tanto, si queremos investigar el carácter de este valor, no tenemos que preocuparnos de los efectos transitorios que la oferta y la demanda ejercen sobre los precios del mercado Y otro tanto cabría decir de los salarios y de los precios de todas las demás mercancías.

5. SALARIOS Y PRECIOS

Reducidos a su expresión teórica más simple, todos los argumentos de nuestro amigo se traducen en un solo y único dogma: «Los precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios».
Frente a este anticuado y desacreditado error, podría invocar el testimonio de la observación práctica. Podría deciros que los obreros fabriles, los mineros, los trabajadores de los astilleros y otros obreros ingleses, cuyo trabajo está relativamente bien pagado, baten a todas las demás naciones por la baratura de sus productos, mientras que el jornalero agrícola inglés, por ejemplo, cuyo trabajo está relativamente mal pagado, es batido por casi todas las demás naciones, a consecuencia de la carestía de sus productos. Comparando unos artículos con otros dentro del mismo país y las mercancías de distintos países entre sí, podría demostrar que, si se prescinde de algunas excepciones más aparentes que reales, por término medio, el trabajo bien retribuido produce mercancías baratas y el trabajo mal pagado, mercancías caras. Esto no demostraría, naturalmente, que el elevado precio del trabajo, en unos casos, y en otros su precio bajo sean las causas respectivas de estos efectos diametralmente opuestos, pero sí serviría para probar, en todo caso, que los precios de las mercancías no se determinan por los precios del trabajo. Sin embargo, es de todo punto superfluo, para nosotros, aplicar este método empírico.
Podría, tal vez, negarse que el ciudadano Weston mantenga el dogma de que «los precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios». Y el hecho es que jamás lo ha formulado. Dice, por el contrario, que la ganancia y la renta del suelo son también partes integrantes de los precios de las mercancías, puesto que de éstos tienen que ser pagados no sólo los salarios de los obreros, sino también las ganancias del capitalista y las rentas del terrateniente Pero, ¿cómo se forman los precios, según su modo de ver? Se forman, en primer término, por los salarios. Luego, se añade al precio un tanto por ciento adicional a beneficio del capitalista y otro tanto por ciento adicional a beneficio del terrateniente. Supongamos que los salarios abonados por el trabajo invertido en la producción de una mercancía ascienden a diez. Si la cuota de ganancia fuese del 100 por 100, el capitalista añadiría a los salarios desembolsados diez, y si la cuota de renta fuese también del 100 por 100 sobre los salarios, habría que añadir diez más, con lo cual el precio total de la mercancía se cifraría en treinta. Pero semejante determinación del precio significaría simplemente que éste se determina por los salarios. Si éstos, en nuestro ejemplo anterior, ascendiesen a veinte, el precio de la mercancía ascendería a sesenta, y así sucesivamente. He aquí por qué todos los escritores anticuados de Economía política que sentaban la tesis de que los salarios regulan los precios, intentaban probarla presentando la ganancia y la renta del suelo como simples porcentajes adicionales sobre los salarios. Ninguno era capaz, naturalmente, de reducir los límites de estos recargos porcentuales a una ley económica. Parecían creer, por el contrario, que las ganancias se fijaban por la tradición, la costumbre, la voluntad del capitalista o por cualquier otro método igualmente arbitrario e inexplicable. Cuando dicen que las ganancias se determinan por la competencia entre los capitalistas, no dicen absolutamente nada. Esta competencia, indudablemente, nivela las distintas cuotas de ganancia de las diversas industrias, o sea, las reduce a un nivel medio, pero jamás puede determinar este nivel mismo o la cuota general de ganancia.
¿Qué queremos decir, cuando afirmamos que los precios de las mercancías se determinan por los salarios? Como el salario no es más que una manera de denominar el precio del trabajo, al decir esto, decimos que los precios de las mercancías se regulan por el precio del trabajo. Y como «precio» es valor de cambio —y cuando hablo del valor, me refiero siempre al valor de cambio —, valor de cambio expresado en dinero, aquella afirmación equivale a esta otra: «el valor de las mercancías se determina por el valor del trabajo», o, lo que es lo mismo: «el valor del trabajo es la medida general de valor».
Pero, ¿cómo se determina, a su vez, «el valor del trabajo»? Al llegar aquí, nos encontramos en un punto muerto. Siempre y cuando, claro está, que intentemos razonar lógicamente. Pero los defensores de esta teoría no sienten grandes escrúpulos en materia de lógica. Tomemos, por ejemplo, a nuestro amigo Weston. Primero nos decía que los salarios regulaban los precios de las mercancías y que, por tanto, éstos tenían que subir cuando subían aquellos. Luego, virando en redondo, nos demostraba que una subida de salarios no serviría de nada, porque subirían también los precios de las mercancías y porque los salarios se medían, en realidad, por los precios de las mercancías con ellos compradas. Así, pues, empezamos por la afirmación de que el valor del trabajo determina el valor de la mercancía, y terminamos afirmando que el valor de la mercancía determina el valor del trabajo. De este modo, no hacemos más que movernos en el más vicioso de los círculos sin llegar a ninguna conclusión.
Salta a la vista, en general, que, tomando el valor de una mercancía, por ejemplo el trabajo, el trigo u otra mercancía cualquiera, como medida y regulador general del valor, no hacemos más que desplazar la dificultad, puesto que determinamos un valor por otro que, a su vez, necesita ser determinado.
Expresado en su forma más abstracta, el dogma de que «los salarios determinan los precios de las mercancías» viene a decir que «el valor se determina por el valor», y esta tautología sólo demuestra que, en realidad, no sabemos nada del valor. Si admitiésemos semejante premisa, toda discusión acerca de las leyes generales de la Economía política se convertiría en pura cháchara. Por eso hay que reconocer a Ricardo el gran mérito de haber destruido hasta en sus cimientos, con su obra "Principios de Economía política", publicada en 1817, el viejo error, tan difundido y gastado, de que «los salarios determinan los precios», error que habían rechazado Adam Smith y sus predecesores franceses en la parte verdaderamente científica de sus investigaciones y que, sin embargo, reprodujeron en sus capítulos más exotéricos y vulgarizantes.

6. VALOR Y TRABAJO

¡Ciudadanos! He llegado al punto en que tengo que entrar en el verdadero desarrollo del tema. No puedo asegurar que haya de hacerlo de un modo muy satisfactorio, pues ello me obligaría a recorrer todo el campo de la Economía política. Habré de limitarme, como dicen los franceses, a "effleurer la question", es decir a tocar tan sólo los aspectos fundamentales del problema.
La primera cuestión que tenemos que plantear es ésta: ¿Qué es el valor de una mercancía? ¿Cómo se determina?
A primera vista parece como si el valor de una mercancía fuese algo completamente relativo, que no puede determinarse sin poner a una mercancía en relación con todas las demás. Y, en efecto, cuando hablamos del valor, del valor de cambio de una mercancía, entendemos las cantidades proporcionales en que se cambia por todas las demás mercancías. Pero esto nos lleva a preguntarnos: ¿cómo se regulan las proporciones en que se cambian unas mercancías por otras?
Sabemos por experiencia que estas proporciones varían hasta el infinito. Si tomamos una sola mercancía, trigo, por ejemplo, veremos que un quarter de trigo se cambia por otras mercancías en una serie casi infinita de proporciones. Y, sin embargo, como su valor es siempre el mismo, ya se exprese en seda, en oro o en otra mercancía cualquiera, este valor tiene que ser forzosamente algo distinto e independiente de esas diversas proporciones en que se cambia por otros artículos. Tiene que ser posible expresarlo en una forma muy distinta de estas diversas ecuaciones entre diversas mercancías.
Además, cuando digo que un quarter de trigo se cambia por hierro en una determinada proporción o que el valor de un quarter de trigo se expresa en una determinada cantidad de hierro, digo que el valor del trigo y su equivalente en hierro son iguales a una tercera cosa que no es ni trigo ni hierro, ya que doy por supuesto que expresan la misma magnitud en dos formas distintas. Por tanto, cada uno de estos dos objetos, lo mismo el trigo que el hierro, debe poder reducirse de por sí, independientemente del otro, a aquella tercera cosa, que es la medida común de ambos.
Para aclarar este punto, recurriré a un ejemplo geométrico muy sencillo. Cuando comparamos el área de varios triángulos de las más diversas formas y magnitudes, o cuando comparamos triángulos con rectángulos o con otra figura rectilínea cualquiera, ¿cómo procedemos? Reducimos el área de cualquier triángulo a una expresión completamente distinta de su forma visible. Y como, por la naturaleza del triángulo, sabemos que su área es igual a la mitad del producto de su base por su altura, esto nos permite comparar entre sí los diversos valores de toda clase de triángulos y de todas las figuras rectilíneas, puesto que todas ellas pueden reducirse a un cierto número de triángulos.
El mismo procedimiento tenemos que seguir en cuanto a los valores de las mercancías. Tenemos que poder reducirlos todos a una expresión común, distinguiéndolos solamente por la proporción en que contienen esta medida igual.
Como los valores de cambio de las mercancías no son más que funciones sociales de las mismas y no tienen nada que ver con sus propiedades naturales, lo primero que tenemos que preguntarnos es esto: ¿cuál es la sustancia social común a todas las mercancías? Es el trabajo. Para producir una mercancía hay que invertir en ella o incorporar a ella una determinada cantidad de trabajo. Y no simplemente trabajo, sino trabajo social. El que produce un objeto para su uso personal y directo, para consumirlo, crea un producto, pero no una mercancía. Como productor que se mantiene a sí mismo no tiene nada que ver con la sociedad. Pero, para producir una mercancía, no sólo tiene que crear un artículo que satisfaga una necesidad social cualquiera, sino que su mismo trabajo ha de representar una parte integrante de la suma global de trabajo invertido por la sociedad. Ha de hallarse supeditado a la división del trabajo dentro de la sociedad. No es nada sin los demás sectores del trabajo, y, a su vez, tiene que integrarlos.
Cuando consideramos las mercancías como valores, las consideramos exclusivamente bajo el solo aspecto de trabajo social realizado, plasmado, o si queréis, cristalizado. Así consideradas, sólo pueden distinguirse las unas de las otras en cuanto representan cantidades mayores o menores de trabajo; así, por ejemplo, en un pañuelo de seda puede encerrarse una cantidad mayor de trabajo que en un ladrillo. Pero, ¿cómo se miden las cantidades de trabajo? Por el tiempo que dura el trabajo, midiendo éste por horas, por días, etcétera. Naturalmente, para aplicar esta medida, todas las clases de trabajo se reducen a trabajo medio o simple, como a su unidad de medida.
Llegamos, por tanto, a esta conclusión. Una mercancía tiene un valor por ser cristalización de un trabajo social. La magnitud de su valor o su valor relativo depende de la mayor o menor cantidad de sustancia social que encierra; es decir, de la cantidad relativa de trabajo necesaria para su producción. Por tanto, los valores relativos de las mercancías se determinan por las correspondientes cantidades o sumas de trabajo invertidas, realizadas, plasmadas en ellas. Las cantidades correspondientes de mercancías que pueden ser producidas en el mismo tiempo de trabajo, son iguales. O, dicho de otro modo: el valor de una mercancía guarda con el valor de otra mercancía la misma proporción que la cantidad de trabajo plasmada en la una guarda con la cantidad de trabajo plasmada en la otra.
Sospecho que muchos de vosotros preguntaréis: ¿es que existe, realmente, una diferencia tan grande, suponiendo que exista alguna, entre la determinación de los valores de las mercancías a base de los salarios y su determinación por las cantidades relativas de trabajo necesarias para su producción? Pero no debéis perder de vista que la retribución del trabajo y la cantidad de trabajo son cosas completamente distintas. Supongamos, por ejemplo, que en un quarter de trigo y en una onza de oro se plasman cantidades iguales de trabajo. Me valgo de este ejemplo porque fue empleado por Benjamín Franklin en su primer ensayo, publicado en 1729 y titulado "A Modest Inquiry into the Nature and Necessity of a Paper Currency («Una modesta investigación sobre la naturaleza y la necesidad del papel moneda»). En este libro, Franklin fue uno de los primeros en dar con la verdadera naturaleza del valor. Así pues, hemos supuesto que un quarter de trigo y una onza de oro son valores iguales o equivalentes, por ser cristalización de cantidades iguales de trabajo medio, de tantos días o tantas semanas de trabajo plasmado en cada una de ellas. ¿Acaso, para determinar los valores relativos del oro y del trigo del modo que lo hacemos, nos referimos para nada a los salarios que perciben los obreros agrícolas y los mineros? No, ni en lo más mínimo. Dejamos completamente sin determinar cómo se paga el trabajo diario o semanal de estos obreros, ni siquiera decimos si aquí se emplea o no trabajo asalariado. Aun suponiendo que sí, los salarios han podido ser muy desiguales. Puede ocurrir que el obrero cuyo trabajo se plasma en el quarter de trigo sólo perciba por él dos bushels, mientras que el obrero que trabaja en la mina puede haber percibido por su trabajo la mitad de la onza de oro. O, suponiendo que sus salarios sean iguales, pueden diferir, en las más diversas proporciones, de los valores de las mercancías por ellos creadas. Pueden representar la mitad, la tercera parte, la cuarta parte, la quinta parte u otra fracción cualquiera de aquel quarter de trigo o de aquella onza de oro. Naturalmente, sus salarios no pueden rebasar los valores de las mercancías por ellos producidas, no pueden ser mayores que éstos, pero sí pueden ser inferiores en todos los grados imaginables. Sus salarios se hallarán limitados por los valores de los productos, pero los valores de sus productos no se hallarán limitados por los salarios. Y, sobre todo, los valores, los valores relativos del trigo y del oro, por ejemplo, se fijarán sin atender para nada al valor del trabajo invertido en ellos, es decir, sin atender para nada a los salarios. La determinación de los valores de las mercancías por las cantidades relativas de trabajo plasmado en ellas difiere, como se ve, radicalmente del método tautológico de la determinación de los valores de las mercancías por el valor del trabajo, o sea, por los salarios. Sin embargo, en el curso de nuestra investigación tendremos ocasión de aclarar más todavía este punto.
Para calcular el valor de cambio de una mercancía, tenemos que añadir a la cantidad de trabajo últimamente invertido en ella la que se encerró antes en las materias primas con que se elabora la mercancía y el trabajo incorporado a las herramientas, maquinaria y edificios empleados en la producción de dicha mercancía. Por ejemplo, el valor de una determinada cantidad de hilo de algodón es la cristalización de la cantidad de trabajo que se incorpora al algodón durante el proceso del hilado y, además, de la cantidad de trabajo plasmado anteriormente en el mismo algodón, de la cantidad de trabajo que se encierra en el carbón, el aceite y otras materias auxiliares empleadas, y de la cantidad de trabajo materializado en la máquina de vapor, los husos, el edificio de la fábrica, etc. Los instrumentos de producción propiamente dichos, tales como herramientas, maquinaria y edificios, se utilizan constantemente, durante un período de tiempo más o menos largo en procesos reiterados de producción. Si se consumiesen de una vez, como ocurre con las materias primas, se transferiría inmediatamente todo su valor a la mercancía que ayudan a producir. Pero como un huso, por ejemplo, sólo se desgasta paulatinamente, se calcula un promedio, tomando por base su duración media y su desgaste medio durante determinado tiempo, v. gr., un día. De este modo, calculamos qué parte del valor del huso pasa al hilo fabricado durante un día y qué parte, por tanto, corresponde, dentro de la suma global de trabajo que se encierra, v. gr., en una libra de hilo, a la cantidad de trabajo plasmada anteriormente en el huso. Para el objeto que perseguimos, no es necesario detenerse más en este punto.
Podría pensarse que, si el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo que se invierte en su producción, cuanto más perezoso o más torpe sea un operario más valor encerrará la mercancía producida por él, puesto que el tiempo de trabajo necesario para producirla será mayor. Pero el que tal piensa incurre en un lamentable error. Recordaréis que yo empleaba la expresión «trabajo social», y en esta denominación de «social» se encierran muchas cosas. Cuando decimos que el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo encerrado o cristalizado en ella, tenemos presente la cantidad de trabajo necesario para producir esa mercancía en un estado social dado y bajo determinadas condiciones sociales medias de producción, con una intensidad media social dada y con una destreza media en el trabajo que se invierte. Cuando en Inglaterra el telar de vapor empezó a competir con el telar manual, para convertir una determinada cantidad de hilo en una yarda de lienzo o de paño bastaba con la mitad del tiempo de trabajo que antes se invertía. Ahora, el pobre tejedor manual tenía que trabajar diecisiete o dieciocho horas diarias, en vez de las nueve o diez que trabajaba antes. No obstante, el producto de sus veinte horas de trabajo sólo representaba diez horas de trabajo social, es decir, diez horas de trabajo socialmente necesario para convertir una determinada cantidad de hilo en artículos textiles. Por tanto, su producto de veinte horas no tenía más valor que el que antes elaboraba en diez.
Por consiguiente, si la cantidad de trabajo socialmente necesario materializado en las mercancías es lo que determina el valor de cambio de éstas, al crecer la cantidad de trabajo requerido para producir una mercancía aumenta forzosamente su valor, y viceversa, al disminuir aquélla, baja éste.
Si las respectivas cantidades de trabajo necesarias para producir las mercancías respectivas permaneciesen constantes, serían también constantes sus valores relativos. Pero no sucede así. La cantidad de trabajo necesaria para producir una mercancía cambia constantemente, al cambiar las fuerzas productivas del trabajo aplicado. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, más productos se elaboran en un tiempo de trabajo dado; y cuanto menores son, menos se produce en el mismo tiempo. Si, por ejemplo, al crecer la población se hiciese necesario cultivar terrenos menos fértiles, habría que invertir una cantidad mayor de trabajo para obtener la misma producción, y esto haría subir el valor de los productos agrícolas. De otra parte, si un solo hilador, con ayuda de los modernos medios de producción, convierte en hilo, al cabo de la jornada, miles de veces más algodón que antes en el mismo tiempo con la rueca, es evidente que ahora cada libra de algodón absorberá miles de veces menos trabajo de hilado que antes, y, por consiguiente, el valor que el proceso de hilado incorpora a cada libra de algodón será miles de veces menor. Y en la misma proporción bajará el valor del hilo.
Prescindiendo de las diferencias que se dan en las energías naturales y en la destreza adquirida para el trabajo entre los distintos pueblos, las fuerzas productivas del trabajo dependerán, principalmente:

1. De las condiciones naturales del trabajo: fertilidad del suelo, riqueza de los yacimientos, etc.

2. Del perfeccionamiento progresivo de las fuerzas sociales del trabajo por efecto de la producción en gran escala, la concentración del capital, la combinación del trabajo, la división del trabajo , la maquinaria, los métodos perfeccionados de trabajo, la aplicación de la fuerza química y de otras fuerzas naturales, la reducción del tiempo y del espacio gracias a los medios de comunicación y de transporte, y todos los demás inventos mediante los cuales la ciencia obliga a las fuerzas naturales a ponerse al servicio del trabajo y se desarrolla el carácter social o cooperativo de éste. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, menos trabajo se invierte en una cantidad dada de productos y, por tanto, menor es el valor de estos productos. Y cuanto menores son las fuerzas productivas del trabajo, más trabajo se emplea en la misma cantidad de productos, y, por tanto, mayor es el valor de cada uno de ellos.
Podemos, pues, establecer como ley general lo siguiente:
Los valores de las mercancías están en razón directa al tiempo de trabajo invertido en su producción y en razón inversa a las fuerzas productivas del trabajo empleado.
Como hasta aquí sólo hemos hablado del valor, añadiré también algunas palabras acerca del precio, que es una forma peculiar que reviste el valor.
De por sí, el precio no es otra cosa que la expresión en dinero del valor. Los valores de todas las mercancías de este país, por ejemplo, se expresan en precios oro, mientras que en el continente se expresan principalmente en precios plata. El valor del oro o de la plata se determina, como el de cualquier mercancía, por la cantidad de trabajo necesario para su extracción. Cambiáis una cierta suma de vuestros productos nacionales, en la que se cristaliza una determinada cantidad de vuestro trabajo nacional, por los productos de los países productores de oro y plata, en los que se cristaliza una determinada cantidad de su trabajo. Es así, por el cambio precisamente, cómo aprendéis a expresar en oro y plata los valores de todas las mercancías, es decir, las cantidades de trabajo empleadas en su producción. Si ahondáis más en la expresión en dinero del valor, o lo que es lo mismo, en la conversión del valor en precio, veréis que se trata de un proceso por medio del cual dais a los valores de todas las mercancías una forma independiente y homogénea, o mediante el cual los expresáis como cantidades de igual trabajo social. En la medida en que sólo es la expresión en dinero del valor, el precio fue llamado, por Adam Smith, precio natural, y por los fisiócratas franceses, prix nécessaire.
¿Qué relación guardan, pues, el valor y los precios del mercado, o los precios naturales y los precios del mercado? Todos sabéis que el precio del mercado es el mismo para todas las mercancías de la misma clase, por mucho que varíen las condiciones de producción de los productores individuales. Los precios del mercado no hacen más que expresar la cantidad media de trabajo social que, bajo condiciones medias de producción, es necesaria para abastecer e] mercado con una determinada cantidad de cierto artículo. Se calculan con arreglo a la cantidad global de una mercancía de determinada clase.
Hasta aquí, el precio de una mercancía en el mercado coincide con su valor. De otra parte, las oscilaciones de los precios del mercado, que unas veces exceden del valor o precio natural y otras veces quedan por debajo de él, dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda. Los precios del mercado se desvían constantemente de los valores, pero como dice Adam Smith:
«El precio natural es algo así como el precio central, hacia el que gravitan constantemente los precios de todas las mercancías. Diversas circunstancias accidentales pueden hacer que estos precios excedan a veces considerablemente de aquél, y otras veces desciendan un poco por debajo de él. Pero, cualesquiera que sean los obstáculos que les impiden detenerse en este centro de reposo y estabilidad, tienden continuamente hacia él»11.
Ahora no puedo examinar más detenidamente este asunto. Baste decir que si la oferta y la demanda se equilibran, los precios de las mercancías en el mercado corresponderán a sus precios naturales, es decir, a sus valores, los cuales se determinan por las respectivas cantidades de trabajo necesario para su producción. Pero la oferta y la demanda tienen que tender siempre a equilibrarse, aunque sólo lo hagan compensando una fluctuación con otra, un alza con una baja, y viceversa. Si en vez de fijaros solamente en las fluctuaciones diarias, analizáis el movimiento de los precios del mercado durante períodos de tiempo más largos, como lo ha hecho, por ejemplo, Mr. Tooke en su "Historia de los Precios", descubriréis que las fluctuaciones de los precios en el mercado, sus desviaciones de los valores, sus alzas y bajas, se paralizan y se compensan unas con otras, de tal modo que, si prescindimos de la influencia que ejercen los monopolios y algunas otras modificaciones que aquí tenemos que pasar por alto, todas las clases de mercancías se venden, por término medio, por sus respectivos valores o precios naturales. Los períodos de tiempo medios durante los cuales se compensan entre sí las fluctuaciones de los precios en el mercado difieren según las distintas clases de mercancías, porque en unas es más fácil que en otras adaptar la oferta a la demanda.
Por tanto, si en términos generales y abrazando períodos de tiempo relativamente largos, todas las clases de mercancías se venden por sus respectivos valores, es absurdo suponer que la ganancia —no en casos aislados, sino la ganancia constante y habitual de los distintos industriales— brote de un recargo de los precios de las mercancías o del hecho de que se las venda por un precio que exceda de su valor. Lo absurdo de esta idea se evidencia con generalizarla. Lo que uno ganase constantemente como vendedor, tendría que perderlo continuamente como comprador. No sirve de nada decir que hay gentes que compran sin vender, consumidores que no son productores. Lo que éstos pagasen al productor tendrían que recibirlo antes gratis de él. Si una persona toma vuestro dinero y luego os lo devuelve comprándoos vuestras mercancías, nunca os haréis ricos, por muy caras que se las vendáis. Esta clase de negocios podrá reducir una pérdida, pero jamás contribuir a obtener una ganancia.
Por tanto, para explicar el carácter general de la ganancia no tendréis más remedio que partir del teorema de que las mercancías se venden, por término medio, por sus verdaderos valores y que las ganancias se obtienen vendiendo las mercancías por su valor, es decir, en proporción a la cantidad de trabajo materializado en ellas. Si no conseguís explicar la ganancia sobre esta base, no conseguiréis explicarla de ningún modo. Esto parece una paradoja y algo contrario a lo que observamos todos los días. También es paradójico el hecho de que la Tierra gire alrededor del Sol y de que el agua esté formada por dos gases muy inflamables. Las verdades científicas son siempre paradójicas, si se las mide por el rasero de la experiencia cotidiana, que sólo percibe la apariencia engañosa de las cosas.

7. LA FUERZA DE TRABAJO

Después de analizar, en la medida en que podíamos hacerlo en un examen tan rápido, la naturaleza del valor, del valor de una mercancía cualquiera, hemos de encaminar nuestra atención al peculiar valor del trabajo. Y aquí, nuevamente tengo que provocar vuestro asombro con otra aparente paradoja. Todos vosotros estáis convencidos de que lo que vendéis todos los días es vuestro trabajo; de que, por tanto, el trabajo tiene un precio, y de que, puesto que el precio de una mercancía no es más que la expresión en dinero de su valor, tiene que existir, sin duda, algo que sea el valor del trabajo. Y, sin embargo, no existe tal cosa como valor del trabajo, en el sentido corriente de la palabra. Hemos visto que la cantidad de trabajo necesario cristalizado en una mercancía constituye el valor. Aplicando ahora este concepto del valor, ¿cómo podríamos determinar el valor de una jornada de trabajo de diez horas, por ejemplo? ¿Cuánto trabajo se encierra en esta jornada? Diez horas de trabajo. Si dijésemos que el valor de una jornada de trabajo de diez horas equivale a diez horas de trabajo, o a la cantidad de trabajo contenido en aquéllas, haríamos una afirmación tautológica, y además, sin sentido. Naturalmente, después de haber desentrañado el sentido verdadero, pero oculto, de la expresión «valor del trabajo», estaremos en condiciones de explicar esta aplicación irracional y aparentemente imposible del valor; del mismo modo que estamos en condiciones de explicar los movimientos aparentes o meramente percibidos de los cuerpos celestes, después de conocer sus movimientos reales.
Lo que el obrero vende no es directamente su trabajo, sino su fuerza de trabajo, cediendo temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella. Tan es así, que no sé si las leyes inglesas, pero sí, desde luego, algunas leyes continentales, fijan el máximo de tiempo por el que una persona puede vender su fuerza de trabajo. Si se le permitiese venderla sin limitación de tiempo, tendríamos inmediatamente restablecida la esclavitud. Semejante venta, si comprendiese, por ejemplo, toda la vida del obrero, le convertiría inmediatamente en esclavo perpetuo de su patrono.
Thomas Hobbes, uno de los más viejos economistas y de los filósofos más originales de Inglaterra, vio ya, en su Leviatán, instintivamente, este punto, que todos sus sucesores han pasado por alto. Dice Hobbes:
«El valor o el mérito de un hombre es, como en las demás cosas, su precio, es decir, lo que se daría por el uso de su fuerza».
Partiendo de esta base, podremos determinar el valor del trabajo, como el de cualquier otra mercancía.
Pero, antes de hacerlo, cabe preguntar: ¿de dónde proviene ese hecho peregrino de que en el mercado nos encontramos con un grupo de compradores que poseen tierras, maquinaria, materias primas y medios de vida, cosas todas que, fuera de la tierra virgen, son otros tantos productos del trabajo, y, de otro lado, un grupo de vendedores que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo, sus brazos laboriosos y sus cerebros? ¿Cómo se explica que uno de los grupos compre constantemente para obtener una ganancia y enriquecerse, mientras que el otro grupo vende constantemente para ganar el sustento de su vida? La investigación de este problema sería la investigación de aquello que los economistas denominan «acumulación previa u originaria», pero que debería llamarse, expropiación originaria. Y veríamos entonces que esta llamada acumulación originaria no es sino una serie de procesos históricos que acabaron destruyendo la unidad originaria que existía entre el hombre trabajador y sus medios de trabajo. Sin embargo, esta investigación cae fuera de la órbita de nuestro tema actual. Una vez consumada la separación entre el trabajador y los medios de trabajo, este estado de cosas se mantendrá y se reproducirá en una escala cada vez más vasta, hasta que una nueva y radical revolución del modo de producción lo eche por tierra y restaure la unidad originaria bajo una forma histórica nueva.

¿Qué es, pues, el valor de la fuerza de trabajo?

Al igual que el de toda otra mercancía, este valor se determina por la cantidad de trabajo necesaria para su producción. La fuerza de trabajo de un hombre existe, pura y exclusivamente, en su individualidad viva. Para poder desarrollarse y sostenerse, un hombre tiene que consumir una determinada cantidad de artículos de primera necesidad. Pero el hombre, al igual que la máquina, se desgasta y tiene que ser remplazado por otro. Además de la cantidad de artículos de primera necesidad requeridos para su propio sustento, el hombre necesita otra cantidad para criar determinado número de hijos, llamados a remplazarle a él en el mercado de trabajo y a perpetuar la raza obrera. Además, es preciso dedicar otra suma de valores al desarrollo de su fuerza de trabajo y a la adquisición de una cierta destreza. Para nuestro objeto, basta con que nos fijemos en un trabajo medio, cuyos gastos de educación y perfeccionamiento son magnitudes insignificantes. Debo, sin embargo, aprovechar esta ocasión para hacer constar que, del mismo modo que el coste de producción de fuerzas de trabajo de distinta calidad es distinto, tiene que serlo también el valor de la fuerza de trabajo aplicada en los distintos oficios. Por tanto, el clamor por la igualdad de salarios descansa en un error, es un deseo absurdo, que jamás llegará a realizarse. Es un brote de ese falso y superficial radicalismo que admite las premisas y pretende rehuir las conclusiones. Dentro del sistema de trabajo asalariado el valor de la fuerza de trabajo se fija lo mismo que el de otra mercancía cualquiera; y como distintas clases de fuerza de trabajo tienen distintos valores o exigen distintas cantidades de trabajo para su producción, tienen que tener distintos precios en el mercado de trabajo. Pedir una retribución igual, o incluso una retribución equitativa, sobre la base del sistema de trabajo asalariado, es lo mismo que pedir libertad sobre la base de un sistema fundado en la esclavitud. Lo que pudiéramos reputar justo o equitativo, no hace al caso. El problema está en saber qué es lo necesario e inevitable dentro de un sistema dado de producción.
Según lo que dejamos expuesto, el valor de la fuerza de trabajo se determina por el valor de los artículos de primera necesidad imprescindibles para producir, desarrollar, mantener y perpetuar la fuerza de trabajo.

8. LA PRODUCCIÓN DE LA PLUSVALÍA

Supongamos ahora que el promedio de los artículos de primera necesidad imprescindibles diariamente al obrero requiera, para su producción, seis horas de trabajo medio. Supongamos, además, que estas seis horas de trabajo medio se materialicen en una cantidad de oro equivalente a tres chelines. En estas condiciones, los tres chelines serían el precio o la expresión en dinero del valor diario de la fuerza de trabajo de este hombre. Si trabajase seis horas, produciría diariamente un valor que bastaría para comprar la cantidad media de sus artículos diarios de primera necesidad, es decir, para mantenerse como obrero.
Pero nuestro hombre es un obrero asalariado. Por tanto, tiene que vender su fuerza de trabajo a un capitalista. Si se la vende por tres chelines diarios o por dieciocho chelines semanales, la vende por su valor. Supongamos que se trata de un hilador. Si trabaja seis horas al día, incorporará al algodón diariamente un valor de tres chelines. Este valor diariamente incorporado por él representaría un equivalente exacto del salario o precio de su fuerza de trabajo que se le abona diariamente. Pero en este caso no afluiría al capitalista ninguna plusvalía o plusproducto. Aquí es donde tropezamos con la verdadera dificultad.
Al comprar la fuerza de trabajo del obrero y pagarla por su valor, el capitalista adquiere, como cualquier otro comprador, el derecho a consumir o usar la mercancía comprada. La fuerza de trabajo de un hombre se consume o se usa poniéndolo a trabajar, ni más ni menos que una máquina se consume o se usa haciéndola funcionar. Por tanto, el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del obrero, adquiere el derecho a servirse de ella o a hacerla trabajar durante todo el día o toda la semana. La jornada de trabajo o la semana de trabajo tienen, naturalmente, ciertos límites, pero sobre esto volveremos en detalle más adelante.
Por el momento, quiero llamar vuestra atención hacia un punto decisivo.
El valor de la fuerza de trabajo se determina por la cantidad de trabajo necesario para su conservación o reproducción, pero el uso de esta fuerza de trabajo no encuentra más límite que la energía activa y la fuerza física del obrero. El valor diario o semanal de la fuerza de trabajo y el ejercicio diario o semanal de esta misma fuerza de trabajo son dos cosas completamente distintas, tan distintas como el pienso que consume un caballo y el tiempo que puede llevar sobre sus lomos al jinete. La cantidad de trabajo que sirve de límite al valor de la fuerza de trabajo del obrero no limita, ni mucho menos, la cantidad de trabajo que su fuerza de trabajo puede ejecutar. Tomemos el ejemplo de nuestro hilador. Veíamos que, para reponer diariamente su fuerza de trabajo, este hilador necesitaba reproducir diariamente un valor de tres chelines, lo que hacía con su trabajo diario de seis horas. Pero esto no le quita la capacidad de trabajar diez o doce horas, y aún más, diariamente. Y el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del hilador, adquiere el derecho a usarla durante todo el día o toda la semana. Le hará trabajar, por tanto, supongamos, doce horas diarias. Es decir, que sobre y por encima de las seis horas necesarias para reponer su salario, o el valor de su fuerza de trabajo, el hilador tendrá que trabajar otras seis horas, que llamaré horas de plustrabajo, y este plustrabajo se traducirá en una plusvalía y en un plusproducto. Si, por ejemplo, nuestro hilador, con su trabajo diario de seis horas, añadía al algodón un valor de tres chelines, valor que constituye un equivalente exacto de su salario, en doce horas incorporará al algodón un valor de seis chelines y producirá la correspondiente cantidad adicional de hilo. Y, como ha vendido su fuerza de trabajo el capitalista, todo el valor, o sea, todo el producto creado por él pertenece al capitalista, que es el dueño pro tempore de su fuerza de trabajo. Por tanto, adelantando tres chelines, el capitalista realizará el valor de seis, pues mediante el adelanto de un valor en el que hay cristalizadas seis horas de trabajo, recibirá a cambio un valor en el que hay cristalizadas doce horas de trabajo. Al repetir diariamente esta operación, el capitalista adelantará diariamente tres chelines y se embolsará cada día seis, la mitad de los cuales volverá a invertir en pagar nuevos salarios, mientras que la otra mitad forma la plusvalía, por la que el capitalista no abona ningún equivalente. Este tipo de intercambio entre el capital y el trabajo es el que sirve de base a la producción capitalista o al sistema de trabajo asalariado, y tiene incesantemente que conducir a la reproducción del obrero como obrero y del capitalista como capitalista.
La cuota de plusvalía dependerá, si las demás circunstancias permanecen invariables, de la proporción existente entre la parte de la jornada de trabajo necesaria para reproducir el valor de la fuerza de trabajo y el tiempo suplementario o plustrabajo destinado al capitalista. Dependerá, por tanto, de la proporción en que la jornada de trabajo se prolongue más allá del tiempo durante el cual el obrero, con su trabajo, se limita a reproducir el valor de su fuerza de trabajo o a reponer su salario.

9. EL VALOR DEL TRABAJO

Ahora tenemos que volver a la expresión de «valor o precio del trabajo».
Hemos visto que, en realidad, este valor no es más que el de la fuerza de trabajo medido por los valores de las mercancías necesarias para su manutención. Pero, como el obrero sólo cobra su salario después de realizar su trabajo y como, además, sabe que lo que entrega realmente al capitalista es su trabajo, necesariamente se imagina que el valor o precio de su fuerza de trabajo es el precio o valor de su trabajo mismo. Si el precio de su fuerza de trabajo son tres chelines, en los que se materializan seis horas de trabajo, y si trabaja doce horas, forzosamente tiene que representarse esos tres chelines como el valor o precio de doce horas de trabajo, aunque estas doce horas de trabajo representan un valor de seis chelines. De aquí se desprenden dos conclusiones:
Primera. El valor o precio de la fuerza de trabajo reviste la apariencia del precio o valor del trabajo mismo, aunque en rigor las expresiones «valor» y «precio» del trabajo carecen de sentido.
Segunda. Aunque sólo se paga una parte del trabajo diario del obrero, mientras que la otra parte queda sin retribuir, y aunque este trabajo no retribuido o plustrabajo es precisamente el fondo del que sale la plusvalía o ganancia, parece como si todo el trabajo fuese trabajo retribuido.
Esta apariencia engañosa distingue al trabajo asalariado de las otras formas históricas del trabajo. Dentro del sistema de trabajo asalariado, hasta el trabajo no retribuido parece trabajo pagado. Por el contrario, en el trabajo de los esclavos parece trabajo no retribuido hasta la parte del trabajo que se paga. Naturalmente, para poder trabajar, el esclavo tiene que vivir, y una parte de su jornada de trabajo sirve para reponer el valor de su propio sustento. Pero, como entre él y su amo no ha mediado trato alguno ni se celebra entre ellos ningún acto de compra y venta, parece como si el esclavo entregase todo su trabajo gratis.
Fijémonos por otra parte en el campesino siervo, tal como existía, casi podríamos decir hasta ayer mismo, en todo el Este de Europa. Este campesino trabajaba, por ejemplo, tres días para él mismo en la tierra de su propiedad o en la que le había sido asignada, y los tres días siguientes los destinaba a trabajar obligatoriamente y gratis en la finca de su señor. Como vemos, aquí las dos partes del trabajo, la pagada y la no retribuida, aparecían separadas visiblemente, en el tiempo y en el espacio, y nuestros liberales rebosaban indignación moral ante la idea absurda de que se obligase a un hombre a trabajar de balde.
Pero, en realidad, tanto da que una persona trabaje tres días de la semana para sí, en su propia tierra, y otros tres días gratis en la finca de su señor, como que trabaje todos los días, en la fábrica o en el taller, seis horas para sí y seis para su patrono; aunque en este caso la parte del trabajo pagado y la del trabajo no retribuido aparezcan inseparablemente confundidas, y el carácter de toda la transacción se disfrace completamente con la interposición de un contrato y el pago abonado al final de la semana. En el primer caso, el trabajo no retribuido aparece como arrancado por la fuerza; en el segundo caso, parece entregado voluntariamente. Tal es la única diferencia.
Siempre que emplee las palabras «valor del trabajo», las emplearé sólo como término popular para indicar el «valor de la fuerza de trabajo».

10. SE OBTIENE GANANCIA VENDIENDO UNA MERCANCÍA POR SU VALOR

Supongamos que una hora media de trabajo se materialice en un valor de seis peniques, o doce horas medias de trabajo en un valor de seis chelines. Supongamos, asimismo, que el valor del trabajo represente tres chelines o el producto de seis horas de trabajo. Si en las materias primas, maquinaria, etc., que se consumen para producir una determinada mercancía, se materializan veinticuatro horas medias de trabajo, su valor ascenderá a doce chelines. Si, además, el obrero empleado por el capitalista añade a estos medios de producción doce horas de trabajo, tendremos que estas doce horas se materializan en un valor adicional de seis chelines. Por tanto, el valor total del producto se elevará a treinta y seis horas de trabajo materializado, equivalente a dieciocho chelines. Pero, como el valor del trabajo o el salario abonado al obrero sólo representa tres chelines, resultará que el capitalista no abona ningún equivalente por las seis horas de plustrabajo rendidas por el obrero y materializadas en el valor de la mercancía. Por tanto, vendiendo esta mercancía por su valor, por dieciocho chelines, el capitalista obtendrá un valor de tres chelines, sin desembolsar ningún equivalente a cambio de él. Estos tres chelines representarán la plusvalía o ganancia que el capitalista se embolsa. Es decir, que el capitalista no obtendrá la ganancia de tres chelines por vender su mercancía a un precio que exceda de su valor, sino vendiéndola por su valor real.
El valor de una mercancía se determina por la cantidad total de trabajo que encierra. Pero una parte de esta cantidad de trabajo se materializa en un valor por el que se abonó un equivalente en forma de salarios; otra parte se materializa en un valor por el que no se pagó ningún equivalente. Una parte del trabajo encerrado en la mercancía es trabajo retribuido; otra parte, trabajo no retribuido. Por tanto, cuando el capitalista vende la mercancía por su valor, es decir, como cristalización de la cantidad total de trabajo invertido en ella, tiene necesariamente que venderla con ganancia. Vende no sólo lo que le ha costado un equivalente, sino también lo que no le ha costado nada, aunque haya costado el trabajo de su obrero. Lo que la mercancía le cuesta al capitalista y lo que en realidad cuesta, son cosas distintas. Repito pues, que vendiendo las mercancías por su verdadero valor, y no por encima de éste, es como se obtienen ganancias normales y medias.

11. LAS DIVERSAS PARTES EN QUE SE DIVIDE LA PLUSVALÍA

La plusvalía, o sea, aquella parte del valor total de la mercancía en que se materializa el plustrabajo o trabajo no retribuido del obrero, es lo que yo llamo ganancia. Esta ganancia no se ]a embolsa en su totalidad el empresario capitalista. El monopolio del suelo permite al terrateniente embolsarse una parte de esta plusvalía bajo el nombre de renta del suelo, lo mismo da si el suelo se utiliza para fines agrícolas que si se destina a construir edificios, ferrocarriles o a otro fin productivo cualquiera. Por otra parte, el hecho de que la posesión de los medios de trabajo permita al empresario capitalista producir una plusvalía o, lo que viene a ser lo mismo, apropiarse una determinada cantidad de trabajo no retribuido, es precisamente lo que permite al propietario de los medios de trabajo, que los presta total o parcialmente al empresario capitalista, en una palabra, al capitalista que presta el dinero, reivindicar para sí mismo otra parte de esta plusvalía, bajo el nombre de interés, con lo que al empresario capitalista, como tal, sólo le queda la llamada ganancia industrial o comercial.
Con arreglo a qué leyes se opera esta división del importe total de la plusvalía entre las tres categorías de gentes mencionadas, es una cuestión que cae bastante lejos de nuestro tema. Pero, de lo que dejamos expuesto, se desprende, por lo menos, lo siguiente:
La renta del suelo, el interés y la ganancia industrial no son más que otros tantos nombres diversos para expresar las diversas partes de la plusvalía de la mercancía o del trabajo no retribuido que en ella se materializa, y brotan todas por igual de esta fuente y sólo de ella. No provienen del suelo como tal, ni del capital de por sí; mas el suelo y el capital permiten a sus poseedores obtener su parte correspondiente en la plusvalía que el empresario capitalista estruja al obrero. Para el mismo obrero, la cuestión de si esta plusvalía, fruto de su plustrabajo o trabajo no retribuido, se la embolsa exclusivamente el empresario capitalista o éste se ve obligado a ceder a otros una parte de ella bajo el nombre de renta del suelo o interés, sólo tiene una importancia secundaria. Supongamos que el empresario capitalista maneje solamente capital propio y sea su propio terrateniente; en este caso, toda la plusvalía irá a parar a su bolsillo.
Es el empresario capitalista quien extrae directamente al obrero esta plusvalía, cualquiera que sea la parte que, en último termino, pueda reservarse. Por eso, esta relación entre el empresario capitalista y el obrero asalariado es la piedra angular de todo el sistema de trabajo asalariado y de todo el régimen actual de producción. Por consiguiente, no tenían razón algunos de los ciudadanos que intervinieron en nuestro debate, cuando intentaban empequeñecer las cosas y presentar esta relación fundamental entre el empresario capitalista y el obrero como una cuestión secundaria, aunque, por otra parte, sí tenían razón al consignar que, en ciertas circunstancias, una subida de los precios puede afectar de un modo muy desigual al empresario capitalista, al terrateniente, al capitalista que facilita el dinero y, si queréis, al recaudador de contribuciones.
De lo dicho se desprende, además, otra consecuencia.
La parte del valor de la mercancía que representa solamente el valor de las materias primas y de las máquinas, en una palabra, el valor de los medios de producción consumidos, no arroja ningún ingreso, sino que sólo repone el capital. Pero, aun fuera de esto, es falso que la otra parte del valor de la mercancía, la que forma el ingreso o puede desembolsarse en salarios, ganancias, renta del suelo e intereses, esté constituida por el valor de los salarios, el valor de la renta del suelo, el valor de la ganancia, etc. Por el momento, dejaremos a un lado los salarios y sólo trataremos de la ganancia industrial, los intereses y la renta del suelo. Acabamos de ver que la plusvalía que se encierra en la mercancía o la parte del valor de ésta en que se materializa el trabajo no retribuido, se descompone, a su vez, en varias partes, que llevan tres nombres distintos. Pero afirmar que su valor se halla integrado o formado por la suma de los valores independientes de estas tres partes integrantes, sería decir todo lo contrario de la verdad.
Si una hora de trabajo se materializa en un valor de seis peniques, y si la jornada de trabajo del obrero es de doce horas, y la mitad de este tiempo es trabajo no retribuido, este plustrabajo añadirá a la mercancía una plusvalía de tres chelines; es decir, un valor por el que no se ha pagado equivalente alguno. Esta plusvalía de tres chelines representa todo el fondo que el empresario capitalista puede repartir, en la proporción que sea, con el terrateniente y el que le presta el dinero. El valor de estos tres chelines forma el límite del valor que pueden repartirse entre sí. Pero no es el empresario capitalista el que añade al valor de la mercancía un valor arbitrario para su ganancia, añadiéndose luego otro valor para el terrateniente, etc., etc., por donde la suma de estos valores arbitrariamente fijados representaría el valor total. Veis, por tanto, el error de la idea corriente que confunde la descomposición de un valor dado en tres partes con la formación de ese valor mediante la suma de tres valores independientes, convirtiendo de este modo en una magnitud arbitraria el valor total, del que salen la renta del suelo, la ganancia y el interés.
Supongamos que la ganancia total obtenida por el capitalista sea de 100 libras esterlinas. Esta suma considerada como magnitud absoluta, la denominamos volumen de ganancia. Pero si calculamos la proporción que guardan estas 100 libras esterlinas con el capital desembolsado, a esta magnitud relativa la llamamos cuota de ganancia. Es evidente que esta cuota de ganancia puede expresarse bajo dos formas.
Supongamos que el capital desembolsado en salarios son 100 libras. Si la plusvalía creada arroja también 100 libras —lo cual nos demostraría que la mitad de la jornada de trabajo del obrero está formada por trabajo no retribuido—, y si midiésemos esta ganancia por el valor del capital desembolsado en salarios, diríamos que la cuota de ganancia era del 100 por 100, ya que el valor desembolsado sería cien y el valor producido doscientos.
Por otra parte, si tomásemos en consideración no sólo el capital desembolsado en salarios, sino todo el capital desembolsado, por ejemplo, 500 libras esterlinas, de las cuales 400 representan el valor de las materias primas, maquinaria, etc., diríamos que la cuota de ganancia sólo asciende al 20 por 100, ya que la ganancia de cien libras no sería más que la quinta parte del capital total desembolsado.
El primer modo de expresar la cuota de ganancia es el único que nos revela la proporción real entre el trabajo pagado y el no retribuido, el grado real de la exploitation (permitidme el empleo de esta palabra francesa) del trabajo. La otra fórmula es la usual y para ciertos fines es, en efecto, la más indicada. En todo caso, es muy cómoda para ocultar el grado en que el capitalista estruja al obrero trabajo gratuito.
En lo que todavía me resta por exponer, emplearé la palabra ganancia para expresar toda la masa de plusvalía estrujada por el capitalista, sin atender para nada a la división de esta plusvalía entre las diversas partes interesadas, y cuando emplee el término de cuota de ganancia mediré siempre la ganancia por el valor del capital desembolsado en salarios.

12. RELACIÓN GENERAL ENTRE GANANCIAS, SALARIOS Y PRECIOS

Si del valor de una mercancía descontamos la parte destinada a reponer el de las materias primas y otros medios de producción empleados, es decir. si descontamos el valor que representa el trabajo pretérito encerrado en ella, el valor restante se reducirá a la cantidad de trabajo añadida por el obrero últimamente empleado. Si este obrero trabaja doce horas diarias, y doce horas de trabajo medio cristalizan en una suma de oro igual a seis chelines, este valor adicional de seis chelines será el único valor creado por su trabajo. Este valor dado, determinado por su tiempo de trabajo, es el único fondo del que tanto él como el capitalista tienen que sacar su respectiva parte o dividendo, el único valor que ha de dividirse en salarios y ganancias. Es evidente que este valor no variará aunque varíe la proporción en que pueda dividirse entre ambas partes interesadas. Y la cosa tampoco cambia si, en vez de un solo obrero, ponemos a toda la población obrera, y en vez de una sola jornada de trabajo, doce millones de jornadas de trabajo, por ejemplo.
Como el capitalista y el obrero sólo pueden repartirse este valor, que es limitado, es decir, el valor medido por el trabajo total del obrero, cuanto más perciba el uno menos obtendrá el otro, y viceversa. Partiendo de una cantidad dada, una de sus partes aumentará siempre en la misma proporción en que la otra disminuye. Si los salarios cambian, cambiarán, en sentido opuesto, las ganancias. Si los salarios bajan, subirán las ganancias; y si aquellos suben, bajarán éstas. Si el obrero, arrancando de nuestro supuesto anterior, cobra tres chelines, equivalentes a la mitad del valor creado por él, o si la totalidad de su jornada de trabajo consiste en una mitad de trabajo pagado y otra de trabajo no retribuido, la cuota de ganancia será del 100 por 100, ya que el capitalista obtendrá también tres chelines. Si el obrero sólo cobra dos chelines, o sólo trabaja para sí la tercera parte de la jornada total, el capitalista obtendrá cuatro chelines, y la cuota de ganancia será del 200 por 100. Si el obrero cobra cuatro chelines, el capitalista sólo recibirá dos, y la cuota de ganancia descenderá al 50 por 100. Pero todas estas variaciones no influyen en el valor de la mercancía. Por tanto, una subida general de salarios determinaría una disminución de la cuota general de ganancia; pero no haría cambiar los valores.
Sin embargo, aunque los valores de las mercancías —que han de regular en última instancia sus precios en el mercado— se hallan determinados exclusivamente por la cantidad total de trabajo plasmado en ellos y no por la división de esta cantidad en trabajo pagado y trabajo no retribuido, de aquí no se deduce, ni mucho menos, que los valores de las mercancías sueltas o lotes de mercancías fabricadas, por ejemplo, en doce horas, sean siempre los mismos. La cantidad o la masa de las mercancías fabricadas en un determinado tiempo de trabajo o mediante una determinada cantidad de éste, depende de la fuerza productiva del trabajo empleado, y no de su extensión en el tiempo o duración. Con un determinado grado de fuerza productiva del trabajo de hilado, por ejemplo, podrán producirse, en una jornada de trabajo de doce horas, doce libras de hilo; con un grado más bajo de fuerza productiva, se producirán solamente dos. Por tanto, si las doce horas de trabajo medio se materializan en un valor de seis chelines, en el primer caso las doce libras de hilo costarían seis chelines, lo mismo que costarían, en el segundo caso, las dos libras. Es decir, en el primer caso la fibra de hilo valdría seis peniques, y en e] segundo caso, tres chelines. Esta diferencia de precio obedecería a la diferencia existente entre las fuerzas productivas del trabajo empleado. Con mayor fuerza productiva, una hora de trabajo se materializaría en una libra de hilo, mientras que con una fuerza productiva menor, en una libra de hilo se materializarían seis horas de trabajo. En el primer caso, el precio de la libra de hilo no excedería de seis peniques, aunque los salarios fueran relativamente altos y la cuota de ganancia baja. En el segundo caso, ascendería a tres chelines, aun con salarios bajos y una cuota de ganancia elevada. Y ocurriría así, porque el precio de la libra de hilo se determina por el total del trabajo que encierra y no por la proporción en que este total se divide en trabajo pagado y trabajo no retribuido. El hecho apuntado antes por mí de que un trabajo bien pagado puede producir mercancías baratas y un trabajo mal pagado mercancías caras, pierde, con esto, su apariencia paradójica. Este hecho no es más que la expresión de la ley general de que el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo invertido en ella y de que la cantidad de trabajo invertido depende enteramente de la fuerza productiva a del trabajo empleado, variando, por tanto, al variar la productividad del trabajo.

13. CASOS PRINCIPALES DE LUCHA POR LA SUBIDA DE SALARIOS O CONTRA SU REDUCCIÓN

Examinemos ahora seriamente los casos principales en que se procura la subida de los salarios o se opone una resistencia a su reducción.
1. Hemos visto que el valor de la fuerza de trabajo, o el valor del trabajo, para decirlo en términos más populares, está determinado por el valor de los artículos de primera necesidad o por la cantidad de trabajo necesaria para su producción. Por consiguiente, si en un determinado país el valor de los artículos de primera necesidad que por término medio consume diariamente un obrero representa seis horas de trabajo, expresadas en tres chelines, este obrero tendrá que trabajar diariamente seis horas para producir el equivalente de su sustento diario. Si su jornada de trabajo es de doce horas, el capitalista le pagará el valor de su trabajo abonándole tres chelines. La mitad de la jornada de trabajo será trabajo no retribuido, y, por tanto, la cuota de ganancia arrojará el 100 por 100. Pero supongamos ahora que a consecuencia de una disminución de la productividad del trabajo, hace falta más trabajo para producir, digamos, la misma cantidad de productos agrícolas que antes, con lo cual el precio de la cantidad media de artículos de primera necesidad requeridos diariamente subirá de tres chelines a cuatro. En este caso, el valor del trabajo aumentaría en una tercera parte, o sea, en el 33 1/3 por 100. Para producir el equivalente del sustento diario del obrero, dentro del nivel de vida anterior, serían necesarias ocho horas de la jornada de trabajo. Por tanto, el plustrabajo bajaría de seis horas a cuatro, y la cuota de ganancia se reduciría del 100 al 50 por 100. El obrero que, en estas condiciones, pidiese un aumento de salario, se limitaría a exigir que se le abonase el valor incrementado de su trabajo, ni más ni menos que cualquier otro vendedor de una mercancía, que, cuando aumenta el coste de producción de ésta, procura que se le pague el valor incrementado. Y si los salarios no suben, o no suben en la proporción suficiente para compensar la subida en el valor de los artículos de primera necesidad, el precio del trabajo descenderá por debajo del valor del trabajo, y el nivel de vida del obrero empeorará.
Pero también puede operarse un cambio en sentido contrario. Al elevarse la productividad del trabajo, puede ocurrir que la misma cantidad de artículos de primera necesidad consumidos por término medio en un día baje de tres a dos chelines, o que en vez de seis horas de la jornada de trabajo, basten cuatro para reproducir el equivalente del valor de los artículos de primera necesidad consumidos en un día. Esto permitirá al obrero comprar por dos chelines exactamente los mismos artículos de primera necesidad que antes le costaban tres. En realidad, disminuiría el valor del trabajo; pero aun con este valor mermado el obrero dispondría de la misma cantidad de mercancías que antes. La ganancia subiría de tres a cuatro chelines y la cuota de ganancia del 100 al 200 por 100. Y, aunque el nivel de vida absoluto del obrero seguiría siendo el mismo, su salario relativo, y por tanto su posición social relativa, comparada con la del capitalista, habrían bajado. Oponiéndose a esta rebaja de su salario relativo, el obrero no haría más que luchar por obtener una parte en las fuerzas productivas incrementadas de su propio trabajo y mantener su antigua posición relativa en la escala social. Así, después de la derogación de las leyes cerealistas, y violando flagrantemente las promesas solemnísimas que habían hecho en su campaña de propaganda contra aquellas leyes, los amos de las fábricas inglesas rebajaron los salarios, por regla general, en un 10 por 100. Al principio, la oposición de los obreros fue frustrada; pero más tarde se pudo recobrar el 10 por 100 perdido, a consecuencia de circunstancias que no puedo detenerme a examinar aquí.
2. Los valores de los artículos de primera necesidad y, por consiguiente, el valor del trabajo pueden permanecer invariables y, sin embargo, el precio en dinero de aquellos puede sufrir una alteración, porque se opere un cambio previo en el valor del dinero.
Con el descubrimiento de yacimientos más abundantes, etc., dos onzas de oro, por ejemplo, no supondrían más trabajo del que antes exigía la producción de una onza. En este caso, el valor del oro descendería a la mitad, al 50 por 100. Y como, a consecuencia de esto, los valores de todas las demás mercancías se expresarían en el doble de su precio en dinero anterior, esto se haría extensivo también al valor del trabajo. Las doce horas de trabajo que antes se expresaban en seis chelines, ahora se expresarían en doce. Por tanto, si el salario del obrero siguiese siendo de tres chelines, en vez de subir a seis, resultaría que el precio en dinero de su trabajo sólo correspondería a la mitad del valor de su trabajo, y su nivel de vida empeoraría espantosamente. Y lo mismo ocurriría en un grado mayor o menor si su salario subiese, pero no proporcionalmente a la baja del valor del oro. En este caso, no se habría operado el menor cambio, ni en las fuerzas productivas del trabajo, ni en la oferta y la demanda, ni en los valores de las mercancías. Sólo habría cambiado el nombre en dinero de estos valores. Decir que en este caso el obrero no debe luchar por una subida proporcional de su salario, equivale a pedirle que se resigne a que se le pague su trabajo en nombres y no en cosas. Toda la historia del pasado demuestra que, siempre que se produce tal depreciación del dinero, los capitalistas se apresuran a aprovechar esta coyuntura para defraudar a los obreros. Una numerosa escuela de economistas asegura que, como consecuencia de los nuevos descubrimientos de tierras auríferas, de la mejor explotación de las minas de plata y del abaratamiento en el suministro de mercurio, ha vuelto a bajar el valor de los metales preciosos. Esto explicaría los intentos generales y simultáneos que se hacen en el continente por conseguir una subida de salarios.
3. Hasta aquí hemos partido del supuesto de que la jornada de trabajo tiene límites dados. Pero, en realidad, la jornada de trabajo no tiene, por sí misma, límites constantes. El capital tiende constantemente a dilatarla hasta el máximo de su duración físicamente posible, ya que en la misma proporción aumenta el plustrabajo y, por tanto, la ganancia que de él se deriva. Cuanto más consiga el capital alargar la jornada de trabajo, mayor será la cantidad de trabajo ajeno que se apropiará. Durante el siglo XVII, y todavía durante los dos primeros tercios del XVIII, la jornada normal de trabajo, en toda Inglaterra, era de diez horas. Durante la guerra antijacobina, que fue, en realidad, una guerra de los barones ingleses contra las masas trabajadoras de Inglaterra12, el capital vivió días orgiásticos y prolongó la jornada de diez horas, a doce, a catorce, a dieciocho. Malthus, que no puede infundir precisamente sospechas de tierno sentimentalismo, declaró en un folleto, publicado hacia el año 1815, que la vida de la nación estaba amenazada en sus raíces, si las cosas seguían como hasta allí13. Algunos años antes de introducirse con carácter general las máquinas de nueva invención, hacia 1765, vio la luz en Inglaterra un folleto titulado "An Essay on Trade" («Un ensayo sobre la industria»). El anónimo autor de este folleto, enemigo jurado de las clases trabajadoras, declama acerca de la necesidad de extender los límites de la jornada de trabajo. Entre otras cosas, propone crear, a este objeto, casas de trabajo14 que, como él mismo dice, habrían de ser «casas de terror». ¿Y cuál es la duración de la jornada de trabajo que propone para estas «casas de terror»? De doce horas; es decir, precisamente la jornada que en 1832 los capitalistas, los economistas y los ministros declaraban no sólo como vigente en realidad, sino además, como el tiempo de trabajo necesario para los niños menores de doce años.
Al vender su fuerza de trabajo, como no tiene más remedio dentro del sistema actual, el obrero cede al capitalista el derecho a usar esta fuerza, pero dentro de ciertos límites razonables. Vende su fuerza de trabajo para conservarla, salvo su natural desgaste, pero no para destruirla. Y como la vende por su valor diario o semanal, se sobreentiende que en un día o en una semana no ha de someterse su fuerza de trabajo a un uso o desgaste de dos días o dos semanas. Tomemos una máquina con un valor de mil libras esterlinas. Si se agota en diez años, añadirá anualmente cien libras al valor de las mercancías que ayuda a producir. Si se agota en cinco años, el valor añadido por ella será de doscientas libras anuales; es decir, que el valor de su desgaste anual está en razón inversa al tiempo en que se agota. Pero en esto hay una diferencia entre el obrero y la máquina. La máquina no se agota exactamente en la misma proporción en que se usa. En cambio, el hombre se agota en una proporción mucho mayor de la que podría suponerse a base del simple aumento numérico de trabajo.
Al esforzarse por reducir la jornada de trabajo a su antigua duración razonable, o, allí donde no pueden arrancar una fijación legal de la jornada normal de trabajo, por contrarrestar el trabajo excesivo mediante una subida de salarios —subida que no basta con que esté en proporción con el tiempo adicional que se les estruja, sino que debe estar en una proporción mayor—, los obreros no hacen más que cumplir con un deber para consigo mismos y para con su raza. Se limitan a refrenar las usurpaciones tiránicas del capital. El tiempo es el espacio en que se desarrolla el hombre. El hombre que no dispone de ningún tiempo libre, cuya vida, prescindiendo de las interrupciones puramente físicas del sueño, las comidas, etc., está toda ella absorbida por su trabajo para el capitalista, es menos todavía que una bestia de carga. Físicamente destrozado y espiritualmente embrutecido, es una simple máquina para producir riqueza ajena. Y, sin embargo, toda la historia de la moderna industria demuestra que el capital, si no se le pone un freno, laborará siempre, implacablemente y sin miramientos, por reducir a toda la clase obrera a este nivel de la más baja degradación.
El capitalista, alargando la jornada de trabajo, puede abonar salarios más altos y disminuir, sin embargo, el valor del trabajo, si la subida de los salarios no corresponde a la mayor cantidad de trabajo estrujado y al más rápido agotamiento de la fuerza de trabajo que lleva consigo. Y esto puede ocurrir también de otro modo. Vuestros estadísticos burgueses os dirán, por ejemplo, que los salarios medios de las familias que trabajan en las fábricas de Lancaster han subido. Pero olvidan que ahora, en vez de ser el hombre sólo, el cabeza de familia, son también su mujer y tal vez tres o cuatro hijos los que se ven lanzados bajo las ruedas del carro de Yaggernat15 del capital, y que la subida de los salarios totales no corresponde a la del plustrabajo total arrancado a la familia.
Aun dentro de una jornada de trabajo con límites fijos, como hoy rige en todas las industrias sujetas a la legislación fabril, puede ser necesaria una subida de salarios, aunque sólo sea para mantener el antiguo nivel de pago del valor del trabajo. Mediante el aumento de la intensidad del trabajo, puede hacerse que un hombre gaste en una hora tanta fuerza vital como antes gastaba en dos. En las industrias sometidas a la legislación fabril, esto se ha hecho realidad, hasta cierto punto, acelerando la marcha de las máquinas y aumentando el número de máquinas que ha de atender un solo individuo. Si el aumento de la intensidad del trabajo o de la cantidad de trabajo consumida en una hora guarda relación adecuada con la disminución de la jornada, saldrá todavía ganando el obrero. Si se rebasa este límite, perderá por un lado lo que gane por otro, y diez horas de trabajo le quebrantarán tanto como antes doce. Al contrarrestar esta tendencia del capital mediante la lucha por el alza de los salarios, en la medida correspondiente a la creciente intensidad del trabajo, el obrero no hace más que oponerse a depreciación de su trabajo y a la degeneración de su raza.
4. Todos sabéis que, por razones que no hay para qué exponer aquí, la producción capitalista se mueve a través de determinados ciclos periódicos. Pasa por fases de calma, de animación creciente, de prosperidad, de superproducción, de crisis y de estancamiento. Los precios de las mercancías en el mercado y la cuota de ganancia en éste siguen a estas fases, unas veces descienden por debajo de su nivel medio y otras veces lo rebasan. Si os fijáis en todo el ciclo, veréis que unas desviaciones de los precios del mercado son compensadas por otras y que, sacando la media del ciclo, los precios de las mercancías en el mercado se regulan por sus valores. Pues bien; durante las fases de baja de los precios en el mercado y durante las fases de crisis y estancamiento, el obrero, si es que no se ve arrojado a la calle, puede estar seguro de ver rebajado su salario. Para que no le defrauden, el obrero debe forcejear con el capitalista, incluso en las fases de baja de los precios en el mercado, para establecer en qué medida se hace necesario rebajar los jornales. Y si, durante la fase de prosperidad, en que el capitalista obtiene ganancias extraordinarias, el obrero no batallase por conseguir que se le suba el salario, no percibiría siquiera, sacando la media de todo el ciclo industrial, su salario medio, o sea, el valor de su trabajo. Sería el colmo de la locura exigir que el obrero, cuyo salario se ve forzosamente afectado por las fases adversas del ciclo, renunciase a verse compensado durante las fases prósperas. Generalmente, los valores de todas las mercancías se realizan exclusivamente por medio de la compensación que se opera entre los precios constantemente variables del mercado, sometidos a las fluctuaciones constantes de la oferta y la demanda. Dentro del sistema actual, el trabajo sólo es una mercancía como otra cualquiera. Tiene, por tanto, que experimentar las mismas fluctuaciones, para obtener el precio medio que corresponde a su valor. Sería un absurdo considerarlo, por una parte, como una mercancía, y querer exceptuarlo, por otra, de las leyes que rigen los precios de las mercancías. El esclavo obtiene una cantidad constante y fija de medios para su sustento; el obrero asalariado, no. Este debe intentar conseguir en unos casos la subida de salarios, aunque sólo sea para compensar su baja en otros casos. Si se resignase a acatar la voluntad, los dictados del capitalista, como una ley económica permanente, compartiría toda la miseria del esclavo, sin compartir, en cambio, la seguridad de éste.
5. En todos los casos que he examinado, que son el 99 por 100, habéis visto que la lucha por la subida de salarios sigue siempre a cambios anteriores y es el resultado necesario de los cambios previos operados en el volumen de producción, las fuerzas productivas del trabajo, el valor de éste, el valor del dinero, la extensión o intensidad del trabajo arrancado, las fluctuaciones de los precios del mercado, que dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda y se producen con arreglo a las diversas fases del ciclo industrial; en una palabra, es la reacción de los obreros contra la acción anterior del capital. Si enfocásemos la lucha por la subida de salarios independientemente de todas estas circunstancias, tomando en cuenta solamente los cambios operados en los salarios y pasando por alto los demás cambios a que aquellos obedecen, arrancaríamos de una premisa falsa para llegar a conclusiones falsas.

14. LA LUCHA ENTRE EL CAPITAL Y EL TRABAJO, Y SUS RESULTADOS

1. Después de demostrar que la resistencia periódica que los obreros ponen a la rebaja de sus salarios y sus intentos periódicos por conseguir una subida de salarios son fenómenos inseparables del sistema de trabajo asalariado y responden precisamente al hecho de que el trabajo se halla equiparado a las mercancías y por tanto, sometido a las leyes que regulan el movimiento general de los precios; habiendo demostrado, asimismo, que una subida general de salarios se traduciría en la disminución de la cuota general de ganancia, pero sin afectar a los precios medios de las mercancías, ni a sus valores, surge ahora por fin el problema de saber hasta qué punto, en la lucha incesante entre el capital y el trabajo, tiene éste perspectivas de éxito.
Podía contestar con una generalización, diciendo que el precio del trabajo en el mercado, al igual que el de las demás mercancías, tiene que adaptarse, con el transcurso del tiempo, a su valor; que, por tanto, pese a todas sus alzas y bajas y a todo lo que el obrero puede hacer, éste acabará obteniendo, por término medio, el valor de su trabajo solamente, que se reduce al valor de su fuerza de trabajo ; la cual, a su vez, se halla determinada por el valor de los medios de sustento necesarios para su manutención y reproducción, valor que está regulado en último término por la cantidad de trabajo necesaria para producirlos.
Pero hay ciertos rasgos peculiares que distinguen el valor de la fuerza de trabajo o el valor del trabajo de los valores de todas las demás mercancías. El valor de la fuerza de trabajo está formado por dos elementos, uno de los cuales es puramente físico, mientras que el otro tiene un carácter histórico o social. Su límite mínimo está determinado por el elemento físico; es decir, que para poder mantenerse y reproducirse, para poder perpetuar su existencia física, la clase obrera tiene que obtener los artículos de primera necesidad absolutamente indispensables para vivir y multiplicarse. El valor de estos medios de sustento indispensables constituye, pues, el límite mínimo del valor del trabajo. Por otra parte, la extensión de la jornada de trabajo tiene también sus límites extremos, aunque sean muy elásticos. Su límite máximo lo traza la fuerza física del obrero. Si el agotamiento diario de sus energías vitales rebasa un cierto grado, no podrá desplegarlas de nuevo día tras día. Pero, como decíamos, estos límites son muy elásticos. Una sucesión rápida de generaciones raquíticas y de vida corta abastecería el mercado de trabajo exactamente lo mismo que una serie de generaciones vigorosas y de vida larga.
Además de este elemento puramente físico, en la determinación del valor del trabajo entra el nivel de vida tradicional en cada país. No se trata solamente de la vida física, sino de la satisfacción de ciertas necesidades, que brotan de las condiciones sociales en que viven y se educan los hombres. El nivel de vida inglés podría descender hasta el grado del irlandés, y el nivel de vida de un campesino alemán hasta el de un campesino livonio. La importancia del papel que a este respecto desempeñan la tradición histórica y la costumbre social, puede verse en el libro de Mr. Thornton sobre la "Superpoblación", donde se demuestra que en distintas regiones agrícolas de Inglaterra los jornales medios siguen todavía hoy siendo distintos, según las condiciones más o menos favorables en que esas regiones se redimieron de la servidumbre.
Este elemento histórico o social que entra en el valor del trabajo puede dilatarse o contraerse, e incluso extinguirse del todo, de tal modo que sólo quede en pie el límite físico. Durante la guerra antijacobina —que, como solía decir el incorregible beneficiario de impuestos y prebendas, el viejo George Rose, se emprendió para que los infieles franceses no destruyeran los consuelos de nuestra santa religión—, los honorables colonos ingleses, a los que tratamos con tanta suavidad en una de nuestras sesiones anteriores, redujeron los jornales de los obreros del campo hasta por debajo de aquel mínimo estrictamente físico, completando la diferencia indispensable para asegurar la perpetuación física de la raza mediante las leyes de pobres16. Era un método excelente para convertir al obrero asalariado en esclavo, y al orgulloso yeoman de Shakespeare en indigente.
Si comparáis los salarios o valores del trabajo normales en distintos países y en distintas épocas históricas dentro del mismo país, veréis que el valor del trabajo no es, por sí mismo, una magnitud constante, sino variable, aun suponiendo que los valores de las demás mercancías permanezcan fijos.
Una comparación similar de las cuotas de ganancia en el mercado demostraría que no varían solamente éstas, sino también sus cuotas medias.
Ahora bien, por lo que se refiere a la ganancia, no existe ninguna ley que le trace un mínimo. No puede decirse cuál es el límite extremo de su baja. ¿Y por qué no puede establecerse este límite? Porque si podemos fijar el salario mínimo, no podemos, en cambio, fijar el salario máximo. Lo único que podemos decir es que, dados los límites de la jornada de trabajo, el máximo de ganancia corresponde al mínimo físico del salario, y que, partiendo de salarios dados, el máximo de ganancia corresponde a la prolongación de la jornada de trabajo, en la medida en que sea compatible con las fuerzas físicas del obrero. Por tanto, el máximo de ganancia se halla limitado por el mínimo físico del salario y por el máximo físico de la jornada de trabajo. Es evidente que, entre los dos límites extremos de esta cuota de ganancia máxima, cabe una escala inmensa de variantes. La determinación de su grado efectivo se dirime exclusivamente por la lucha incesante entre el capital y el trabajo; el capitalista pugna constantemente por reducir los salarios a su mínimo físico y prolongar la jornada de trabajo hasta su máximo físico, mientras que el obrero presiona constantemente en el sentido contrario.
El problema se reduce, por tanto, al problema de las fuerzas respectivas de los contendientes.
2. En lo que atañe a la limitación de la jornada de trabajo, lo mismo en Inglaterra que en los demás países, nunca se ha reglamentado sino por ingerencia de la ley. Sin la constante presión de los obreros desde fuera, la ley jamás habría intervenido. En todo caso, este resultado no podía alcanzarse mediante convenios privados entre los obreros y los capitalistas. Esta necesidad de una acción política general es precisamente la que demuestra que, en el terreno puramente económico de lucha, el capital es la parte más fuerte.
En cuanto a los límites del valor del trabajo, su fijación efectiva depende siempre de la oferta y la demanda, refiriéndome a la demanda de trabajo por parte del capital y a la oferta de trabajo por los obreros. En los países coloniales, la ley de la oferta y la demanda favorece a los obreros. De aquí el nivel relativamente alto de los salarios en los Estados Unidos. En ese país, haga lo que haga el capital, no puede evitar que el mercado de trabajo esté constantemente desabastecido, por la constante transformación de los obreros asalariados en labradores independientes, con fuentes propias de subsistencia. Para gran parte de la población norteamericana, la situación del obrero asalariado no es más que una estación de tránsito, que está seguro de abandonar al cabo de un tiempo más o menos corto. Para remediar este estado de cosas en las colonias, el paternal Gobierno británico ha adoptado hace algún tiempo la llamada moderna teoría de la colonización, que consiste en fijar a los terrenos coloniales un precio artificialmente alto, para, de este modo, impedir la transformación demasiado rápida del obrero asalariado en labrador independiente.
Pero, pasemos ahora a los viejos países civilizados, en que el capital domina todo el proceso de producción. Fijémonos, por ejemplo, en la subida de los jornales de los obreros agrícolas en Inglaterra, de 1849 a 1859. ¿Cuáles fueron sus consecuencias? Los agricultores no pudieron subir el valor del trigo, como les habría aconsejado nuestro amigo Weston, ni siquiera su precio en el mercado. Por el contrario, tuvieron que resignarse a verlo bajar. Pero, durante estos once años, introdujeron máquinas de todas clases y aplicaron métodos más científicos, transformaron una parte de las tierras de labor en pastizales, aumentaron la extensión de sus granjas, y con ella la escala de la producción; y de este modo, haciendo disminuir por estos y por otros medios la demanda de trabajo, gracias al aumento de sus fuerzas productivas, volvieron a crear una superpoblación relativa en el campo. Tal es el método general con que opera el capital en los países poblados de antiguo, para reaccionar, más rápida o más lentamente, contra las subidas de salarios. Ricardo observó acertadamente que la máquina estaba en continua competencia con el trabajo, y con harta frecuencia sólo podía introducirse cuando el precio del trabajo subía hasta cierto límite17, pero la aplicación de maquinaria no es más que uno de los muchos métodos empleados para aumentar las fuerzas productivas del trabajo. Este mismo proceso de desarrollo que deja relativamente sobrante el trabajo simple simplifica, por otra parte, el trabajo calificado, y, por tanto, lo deprecia.
La misma ley se impone, además, bajo otra forma. Con el desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo, se acelera la acumulación del capital, aun en el caso de que el tipo de salarios sea relativamente alto. De aquí podría inferirse, como lo hizo Adam Smith, en cuyos tiempos la industria moderna estaba aún en su infancia, que la acumulación acelerada del capital tiene que inclinar la balanza a favor del obrero, haciendo crecer la demanda de su trabajo. Situándose en el mismo punto de vista, muchos autores contemporáneos se asombran de que, a pesar de haber crecido en los últimos veinte años el capital inglés mucho más rápidamente que la población inglesa, los salarios no hayan experimentado un aumento mayor. Pero es que, simultáneamente con la acumulación progresiva, se opera un cambio progresivo en cuanto a la composición del capital. La parte del capital global formada por capital constante: maquinaria, materias primas, medios de producción de todo género, crece con mayor rapidez que la parte destinada a salarios, o sea, a comprar trabajo. Esta ley ha sido puesta de manifiesto, bajo una forma más o menos precisa, por el Sr. Barton, Ricardo, Sismondi, el profesor Richard Jones, el profesor Ramsay, Cherbuliez y otros.
Si la proporción entre estos dos elementos del capital era originariamente de 1 : 1, al desarrollarse la industria será de 5 : 1, y así sucesivamente. Si de un capital global de 600 se desembolsan para instrumentos, materias primas, etc., 300, y 300 para salarios, para que pueda absorber 600 obreros en vez de 300, basta con doblar el capital global. Pero, si de un capital de 600 se invierten 500 en maquinaria, materiales, etc., y solamente 100 en salarios, para poder colocar a 600 obreros en vez de 300, este capital tiene que aumentar de 600 a 3.600. Por tanto, al desarrollarse la industria, la demanda de trabajo no avanza con el mismo ritmo que la acumulación del capital. Aumenta, sin duda, pero aumenta en una proporción constantemente decreciente, comparándola con el incremento del capital.
Estas pocas indicaciones bastarán para poner de relieve que el propio desarrollo de la industria moderna contribuye por fuerza a inclinar la balanza cada vez más en favor del capitalista y en contra del obrero, y que, como consecuencia de esto, la tendencia general de la producción capitalista no es a elevar el nivel medio de los salarios, sino, por el contrario, a hacerlo bajar, o sea, a empujar más o menos el valor del trabajo a su límite mínimo. Pero si la tendencia de las cosas, dentro de este sistema, es tal, ¿quiere esto decir que la clase obrera deba renunciar a defenderse contra las usurpaciones del capital y cejar en sus esfuerzos por aprovechar todas las posibilidades que se le ofrezcan para mejorar temporalmente su situación? Si lo hiciese, veríase degradada en una masa uniforme de hombres desgraciados y quebrantados, sin salvación posible. Creo haber demostrado que las luchas de la clase obrera por el nivel de los salarios son episodios inseparables de todo el sistema de salarios, que en el 99 por 100 de los casos sus esfuerzos por elevar los salarios no son más que esfuerzos dirigidos a mantener en pie el valor dado del trabajo, y que la necesidad de forcejear con el capitalista acerca de su precio va unida a la situación del obrero, que le obliga a venderse a sí mismo como una mercancía. Si en sus conflictos diarios con el capital los obreros cediesen cobardemente, se descalificarían sin duda para emprender movimientos de mayor envergadura.
Al mismo tiempo, y aun prescindiendo por completo del esclavizamiento general que entraña el sistema de trabajo asalariado, la clase obrera no debe exagerar ante sus propios ojos el resultado final de estas luchas diarias. No debe olvidar que lucha contra los efectos, pero no contra las causas de estos efectos; que lo que hace es contener el movimiento descendente, pero no cambiar su dirección; que aplica paliativos, pero no cura la enfermedad. No debe, por tanto, entregarse por entero a esta inevitable guerra de guerrillas, continuamente provocada por los abusos incesantes del capital o por las fluctuaciones del mercado. Debe comprender que el sistema actual, aun con todas las miserias que vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las formas sociales necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema conservador de: «¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!», deberá inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria: «¡Abolición del sistema de trabajo asalariado!»
Después de esta exposición larguísima y me temo que fatigosa, que he considerado indispensable para esclarecer un poco nuestro tema principal, voy a concluir, proponiendo la siguiente resolución:
1. Una subida general del nivel de los salarios acarrearía una baja de la cuota general de ganancia, pero no afectaría, en términos generales, a los precios de las mercancías.
2. La tendencia general de la producción capitalista no es elevar el nivel medio del salario, sino reducirlo.
3. Las tradeuniones trabajan bien como centros de resistencia contra las usurpaciones del capital. Fracasan, en algunos casos, por usar poco inteligentemente su fuerza. Pero, en general, son deficientes por limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de esforzarse, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como palanca para la emancipación definitiva de la clase obrera; es decir, para la abolición definitiva del sistema de trabajo asalariado .
Escrito por C. Marx entre fines Se publica de acuerdo con el de mayo y el 27 de junio de 1865. manuscrito. Publicado por vez primera en Traducido del inglés. Folleto aparte en Londres, en 1898.

Carlos Marx

NOTAS

1. El presente trabajo es el texto del informe presentado por Marx en las reuniones del Consejo General de junio de 1865. Marx expone aquí públicamente por primera vez las bases de su teoría de la plusvalía. Dirigido explícitamente contra las concepciones erróneas de Weston, miembro de la Internacional, que afirmaba que el aumento de los salarios no podía mejorar la situación de los obreros y que había que reconocer perniciosa la actividad de las tradeuniones, el informe asesta, a la vez, un golpe a los proudhonistas y a los lassalleanos, los cuales mantienen una actitud negativa hacia la lucha económica de los obreros y hacia los sindicatos. Marx se opone resueltamente a la prédica de la pasividad y la resignación de los proletarios ante la explotación capitalista, argumenta teóricamente el papel y la significación de la lucha económica de los obreros y subraya la necesidad de subordinarla a la meta final del proletariado: la supresión del sistema de trabajo asalariado. El texto del informe se ha conservado en manuscrito, fue publicado por vez primera en Londres (1898) por la hija de Marx, Eleanor, con el título "Value, price and profit" («Valor, precio y ganancia») con un prefacio de E. Eveling, que puso los títulos a la introducción y a los seis primeros capítulos del manuscrito, ya que no los tenían. En la presente edición se conservan todos ellos excepto el general.
2. En lugar del Congreso de Bruselas, previsto en los "Estatutos provisionales" se convocó la Conferencia preliminar en Londres. (véase la nota 40).
3. En el período de la revolución burguesa en Francia, la Convención jacobina instituyó en 1793 y 1794 precios máximos fijos para varios artículos de primera necesidad, a la par con salarios máximos fijos.
4. La "Sociedad británica para el fomento de la ciencia" fue fundada en 1831 y existe actualmente. Marx se refiere a la intervención de W. Newmarch (Marx se equivocó en la trascripción de este nombre) en una reunión de la sección económica de la Sociedad en septiembre de 1861.
5. Véase R. Owen. "Observations on the Effect of the Manufacturing System" («Observaciones sobre la influencia del sistema industrial»), London, 1817, p. 76.
6. Trátase de la Guerra de Crimea de 1853-1856 que sostuvo Rusia contra las fuerzas coligadas de Inglaterra, Francia, Turquía y Cerdeña por la influencia predominante en el Medio Oriente. Debe su nombre al lugar del teatro fundamental de las hostilidades. Terminó con la derrota de Rusia.
7. A mediados del siglo XIX desempeñó cierto papel en el incremento de la demolición masiva de viviendas en las zonas rurales el que las proporciones del impuesto en beneficio de los pobres que abonaban los propietarios de tierras dependiese en medida considerable del número de familias indigentes que vivían en sus posesiones. Los propietarios de tierras preferían desembarazarse de los locales que no necesitaban personalmente, pero que podían servir de abrigo para la población rural «superflua».
8. La "Sociedad de las Artes" («Society of Arts»), sociedad filantrópica ilustrativa burguesa, fue fundada en 1754, en Londres. El mencionado informe fue leído por John Chalmers Morton, hijo de John Morton.
9. Las llamadas leyes cerealistas, adoptadas con vistas a restringir o prohibir la importación de cereales del extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes terratenientes (landlords). En 1838, los fabricantes Cobden y Bright, de Manchester, fundaron la Liga contra las leyes cerealistas. Al reivindicar la completa libertad de comercio, la Liga exigía la derogación de estas leyes, a fin de reducir los salarios de los obreros y debilitar las posiciones económicas y políticas de la aristocracia terrateniente. Como resultado de la lucha, en 1846 fue adoptado el bill de derogación de las leyes cerealistas, lo cual significó la victoria de la burguesía industrial sobre la aristocracia terrateniente.
10. La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se libró entre los Estados industriales del Norte y los sublevados Estados esclavistas del Sur. La clase obrera de Inglaterra se opuso a la política de la burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la intervención de Inglaterra en esa contienda.
11. A. Smith. "An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations" («Investigación acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones»), Vol. I, Edinburgh, 1814, p. 93.
12. Trátase de las guerras de Inglaterra contra Francia en el período de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII. Durante estas contiendas, el Gobierno inglés estableció en su país un brutal régimen de terror contra las masas trabajadoras. En particular, en dicho período fueron aplastadas varias sublevaciones populares y se adoptaron leyes que prohibían las uniones obreras.
13. Carlos Marx se refiere al libelo de Malthus titulado "An Inquiry into the Nature and Progress of Rent, and the Principles by which it is regulated" («Investigaciones sobre la naturaleza y progreso de la renta, como también de los principios que la regulan»), London, 1815.
14. Las casas de trabajo fueron abiertas en Inglaterra en el siglo XVII; con arreglo a la «ley de pobres» aprobada en 1834, las casas de trabajo se convertían en la única forma de ayuda a los pobres; se distinguían por su régimen presidiario y fueron denominadas por el pueblo «bastillas para los pobres».
15. Yaggernat (Jagannath) es una de las encarnaciones del dios hindú Visnú. Los sacerdotes del templo de Yaggernat obtenían grandes ingresos en la peregrinación (estimulándose la prostitución de las bayaderas, mujeres que vivían en el templo). El culto de Yaggernat se distinguía por los ritos muy pomposos, como igualmente por un fanatismo extremo, que se manifestaba en los suicidios y las mutilaciones voluntarias de los creyentes. En los días de grandes fiestas, algunos de ellos se arrojaban bajo el carro en que se paseaba la imagen de Visnú-Yaggernat.
16. En virtud de las leyes de pobres, vigentes en Inglaterra desde el siglo XVI, en cada parroquia se cobraba un impuesto especial de ayuda a los pobres; los parroquianos que no podían mantenerse por sí mismos y a sus familias, recibían un subsidio de la caja de ayuda a los pobres.
17. D. Ricardo. "On the Principles of Political Economy, and Taxation" («A propósito de los principios de la Economía Política y de los impuestos»), London, 1821, p. 479.