viernes, 25 de octubre de 2013

El socialismo cubano en los 60: el Departamento de Filosofía y su proyecto político.


Publicamos por su interés el texto de la ponencia del comunista cubano Frank Josué Solar Cabrales presentada en el Coloquio “50 aniversario del Departamento de Filosofía”, celebrado los días 17 y 18 de septiembre de 2013, en el Teatro de la Biblioteca Nacional José Martí. La historia del Departamento de Filosofía de la Universidad de la Habana es extremadamente interesante y poco conocida y entronca con la tradición revolucionaria cubana, internacionalista y por lo tanto profundamente anti-estalinista.

EL SOCIALISMO CUBANO EN LOS 60: EL DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA Y SU PROYECTO POLÍTICO[1]

La infancia y adolescencia de mi generación coincidieron con una coyuntura especial, la caída del Muro de Berlín, el final bochornoso del campo mal llamado socialista y la Unión Soviética. La explicación que me daba de las causas de aquellos acontecimientos era más o menos la misma que se transmitía por medios oficiales y que hemos mantenido, con algunas variaciones, hasta hoy: la traición de los dirigentes soviéticos, la labor de zapa del imperialismo y algunos errores internos. Pero no me parecían suficientes para haber provocado un descalabro de tamañas proporciones. Justo en esos momentos, cuando la vida cotidiana del cubano comenzaba a sufrir cambios muy profundos y yo empezaba a dejar atrás en mis lecturas a Salgari y Verne, por obra del azar llegaron a mis manos algunos libros de pensadores marxistas anatematizados y excomulgados por el catecismo “marxista-leninista” que tenía su Vaticano en la antigua URSS.
En ellos encontré una explicación más coherente, marxista y revolucionaria. La traición del proyecto revolucionario soviético y su final se habían producido mucho antes, en los años veinte, cuando un grupo burocrático dominante le quitó todo el poder a los soviets y empezó a ejercerlo para sí, en función de sus propios intereses, y a actuar internacionalmente alegando la representación oficial del socialismo y del leninismo. Lo que se edificó a partir de ahí muy poco tuvo que ver con el socialismo y los ideales originales de Marx, Engels y Lenin. La mejor prueba es que la generación de bolcheviques protagonista de la revolución en octubre de 1917 tuvo que ser exterminada físicamente para consumar el termidor stalinista.
Con esa explicación a cuestas emprendí un camino de búsqueda, de formación teórica y política capaz de hacerme entender el mundo y la época que me había tocado vivir. A partir de aquí comenzó una historia de descubrimientos.
Uno de los más importantes lo hice en el 2000, cuando en una revista Temas, unas cartas que respondían a una polémica me dieron las primeras noticias de la existencia de aquel Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana en los años sesenta, y de su revista Pensamiento Crítico. La lectura apenas me bastó para asomarme a lo que podía intuir era un universo de creación heroica, de compromiso crítico y de polémicas entre revolucionarios. La historia cubana de los años sesenta parecía ser algo más que una sucesión de leyes revolucionarias y agresiones imperialistas.
En esa época un grupo de estudiantes cubanos, latinoamericanos y africanos habíamos creado en la Universidad de Oriente el Grupo Amauta, un intento por reconectar con las tradiciones más revolucionarias del marxismo latinoamericano, un empeño de estudio y formación teórica y de un activismo político novedoso entre los estudiantes para combatir una creciente despolitización que nos preocupaba. También queríamos conectar de manera espontánea y natural a la juventud cubana con los profundos movimientos de protesta que se empezaban a articular en el mundo y se expresaban en los boicots a las cumbres de los poderosos y en los Foros Sociales Mundiales.
Quizás por esa rebeldía inherente a la juventud, quizás porque nos hastiaba cierta enseñanza mecanicista y dogmática del marxismo, quizás por la propia esencia de lo que pretendíamos lograr con el grupo, nos atraían mucho los herejes, los que practican su herejía desde dentro, con todos los riesgos que entraña defender ideas distintas desde el compromiso y la fidelidad. Y una de las principales fuentes de la herejía cubana había sido aquel grupo de la calle K y su revista. A ese legado acudimos para encontrar las claves de una comprensión revolucionaria de la historia del pensamiento marxista, la evolución de la nación cubana entendida desde la lucha de clases, los procesos de transformación en América Latina y las complejidades del mundo actual.
Una de las características más descollantes de la década del sesenta en Cuba fue la existencia de un debate muy intenso sobre los más diversos aspectos de la cultura, la ideología, la economía y, por supuesto, la política, impelidos sus protagonistas por una Revolución que transformaba o pretendía transformarlo todo, desde los rumbos más generales de la economía hasta los contenidos y métodos de la educación preescolar, pasando por todas las relaciones sociales y la vida cotidiana. Y todo esto cuando la Revolución comenzaba, cuando casi todo estaba por hacer, cuando se suponía era más débil, cuando era más agresivo el acoso.
El Departamento de Filosofía participaba en ese medio a través de la formación política de cuadros y la difusión de tesis revolucionarias que favorecían un determinado tipo de alternativa socialista en el debate cubano. Sus miembros no eran sólo un colectivo docente que se dedicaba a la enseñanza del marxismo o a las actividades propias del mundo académico, sino constituían un grupo bien definido que luchaba por el avance de un socialismo independiente y libertario en Cuba y América Latina. Frente al grupo que representaba el Departamento había otro, influenciado por el marxismo de origen soviético, que pretendía ponerle límites y riendas al naciente socialismo cubano, ajustarlo a esquemas, cercenarle su independencia de proyecto, política y económica.
“Ante todo, el fondo de la cuestión no era una pugna intelectual, ni se limitaba a un duelo de ideas. Era una polémica acerca del alcance de la revolución, su rumbo, sus objetivos, los medios y vías que utilizaría; en algunos momentos y situaciones llegó a ser incluso una polémica por el poder.”[2]
El Departamento se inscribía en la tradición de un socialismo cubano y latinoamericano que buscaba sus antecedentes en Martí y establecía un hilo conductor entre Mariátegui, Mella, Guiteras y la revolución cubana dirigida por Fidel y el Che. Reclamaban también la herencia teórica y práctica de Lenin y los bolcheviques, Antonio Gramsci y Rosa Luxemburgo.
Uno de los temas donde se dirimían las diferencias políticas entre ambas tendencias era América Latina. La extensión de la revolución latinoamericana era considerada como una necesidad vital para el proceso socialista cubano de los sesenta. Esa es también una verdad contemporánea: el destino de la revolución cubana se decide, en última instancia, en el desenlace de la revolución latinoamericana. Mientras la política exterior soviética se basaba en la razón de Estado y la coexistencia pacífica, la Revolución cubana practicaba un activo y militante internacionalismo hacia América Latina. Cada uno de los hechos revolucionarios del continente eran vividos con gran intensidad en Cuba. Se entendía que una política internacionalista no era sólo una cuestión moral para la Revolución, sino de sobrevivencia.
Los socialistas cubanos, al igual que los bolcheviques al inicio de la Revolución rusa, basaban todas sus esperanzas en la perspectiva de la revolución mundial y nunca se ilusionaron con la posibilidad de construir el socialismo en un solo país. Esa tesis contrarrevolucionaria fue sostenida por el stalinismo después de la muerte de Lenin, y combatida por la herejía cubana.
Otra teoría reaccionaria del dogmatismo soviético dinamitada por el Departamento fue la de la revolución por etapas, según la cual las sociedades atrasadas del Tercer Mundo, que estarían todavía en el feudalismo, debían pasar primero por el capitalismo antes de llegar al socialismo. Por tanto, les correspondía realizar revoluciones democrático-burguesas y cumplir tareas de liberación nacional y desarrollo económico capitalista antes de pensar siquiera en el socialismo. A los revolucionarios y sectores populares les tocaba entonces apoyar a las burguesías nacionales en sus objetivos progresistas.
El abandono del internacionalismo por parte de la URSS tendría su correlato en la renuncia a propósitos revolucionarios y la adopción de una práctica política reformista en los partidos comunistas tradicionales. El socialismo en un solo país y el etapismo eran expresión profunda de la degeneración burocrática sufrida por la Unión Soviética.
Frente al reformismo y el etapismo, siempre cogidos de la mano, el Departamento defendía una alternativa socialista y revolucionaria. A partir de la teoría de la dependencia, del desarrollo desigual y combinado, de las características de la dominación imperialista y de la experiencia práctica de la Revolución cubana, Filosofía asumía como propia la concepción del Che: “las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo —si alguna vez la tuvieron— y sólo forman su furgón de cola. No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o caricatura de revolución”.[3]
Sólo la expropiación del imperialismo y de los capitalistas cubanos permitió el avance de la Revolución después de 1959. Ésta era precisamente la lección más importante que podía deducirse de la experiencia viva: sin una economía nacionalizada y planificada, la Revolución cubana nunca podría haber logrado lo que hizo. La llamada burguesía nacional en Cuba había sido incapaz de jugar un papel progresista, y lo mismo era aplicable al resto del continente. Por eso en el número 36 de Pensamiento Crítico aparecían estas palabras de Fidel Castro: “Hoy para el mundo subdesarrollado el socialismo es condición del desarrollo.”
En el editorial del número 6 se afirmaba: “La situación actual de América Latina es la de una crisis que sólo podrá resolverse por una revolución antimperialista... una lucha que ha de ser forzosamente continental”. En el del número 16: “La burguesía latinoamericana no ha realizado la acumulación capitalista. Su dependencia del capital extranjero es tal que las modernas y eficientes unidades industriales son, más que parte integrante de las economías de los países respectivos, prolongaciones de la metrópoli que succionan ilimitadamente los resultados de los esfuerzos del país receptor de capitales”. Y en el 39: “La liberación nacional y la liberación social se condicionarán mutuamente: el antimperialismo es el índice principal de la lucha”
En el Departamento consideraban como suyos los problemas de la revolución latinoamericana, y participaban de sus desafíos no como espectadores, sino como actores, favoreciendo una alternativa política específica en el entorno de los años sesenta: una estrategia de lucha armada, donde la acción consciente y organizada de una vanguardia revolucionaria sería capaz de subvertir las condiciones objetivas y dirigir a las masas a la toma del poder y al inicio de transformaciones socialistas. A diferencia de la actualidad, cuando continuamos apoyando los procesos de cambio en América Latina y enviando médicos y maestros, pero nos cuidamos mucho de dar una opinión política sobre lo que sucede en el continente, para que no nos acusen de injerencia, o porque “las cuestiones de los pueblos latinoamericanos deben ser resueltas por ellos”. Mientras, en América se está produciendo, al calor de las transformaciones en curso, un debate muy útil sobre el socialismo, el marxismo, la Revolución, nuevas formas de organización y de construcción del poder popular, del que tengo la impresión de que los cubanos estamos ausentes, con la excepción de algunos centros y círculos intelectuales.
Los revolucionarios cubanos del Departamento de Filosofía se sentían parte de la Revolución latinoamericana, y por tanto, se consideraban con todo el derecho a opinar, proponer, debatir, sobre sus objetivos, estrategias, tácticas, vías y métodos de lucha. Aunque lo hacían con la libertad que les permitía no obedecer a ninguna razón de estado, sus planteamientos coincidían con la política de la Revolución cubana hacia América Latina, eran los mismos del Che y de Fidel.
Si Gramsci dijo que la Revolución rusa había sido, además, una revolución contra El Capital, esto es, contra el reformismo del marxismo oficial de la II Internacional, también lo fue la Revolución cubana. Ella, una rebelión contra los dogmas, rompió todos los moldes que establecía el marxismo oficial soviético para las revoluciones. Así lo planteaba el sexto número de Pensamiento Crítico: “Como otros grandes revolucionarios del siglo —los bolcheviques de Lenin— los revolucionarios dirigidos por Fidel Castro tuvieron que luchar contra una poderosa reacción, pero también contra una supuesta “ortodoxia revolucionaria” que marcaba las formas de lucha, de organización revolucionaria, de transformaciones para alcanzar el socialismo, etc.”.
Las nuevas realidades planteadas por el proceso abierto en la mayor de las Antillas no podían ser explicadas por los manuales soviéticos. Por eso los dogmáticos intentaron hacer entrar en razón a la realidad, tan díscola, y adecuarla a lo que decían los manuales. Como no podían decir que en Cuba habían ocurrido dos procesos revolucionarios, uno democrático-burgués y otro socialista, porque eso hubiera significado equiparar a enero de 1959 con febrero de 1917, se inventaron entonces que la Revolución cubana había atravesado por dos etapas distintas y diferenciadas, una democrática-popular-agraria y antimperialista, y otra socialista. Sin embargo los muchachos de la calle K, en la misma línea de pensamiento de Lenin y los bolcheviques, consideraban que la revolución socialista era un proceso único, continuado, permanente e ininterrumpido de transformaciones. Decían en el número 6 de la revista: “Por primera vez en la historia del continente una nación logró liberarse de la explotación y el dominio del mayor enemigo de nuestro tiempo, el imperialismo norteamericano. Pero esto fue posible porque, en un proceso único, la sociedad cubana se transformó radicalmente, y continúa transformándose sin cesar [...] el proceso comenzado en el Moncada continúa profundizándose, que es la única forma de vida posible a las revoluciones”.
Una Revolución sólo puede existir si es capaz de pensarse constantemente, de revisarse, de renovarse, es decir, de revolucionarse permanentemente. Debe subvertirse una y otra vez para conseguir el avance de todas las liberaciones y el retroceso de todas las dominaciones. Si el poder deja de ser un instrumento para la liberación y pasa a ser un fin en sí mismo, habremos errado el rumbo al socialismo.
Como en una bicicleta en marcha, la única manera que tiene una Revolución de no caerse es avanzar siempre hacia adelante, no detenerse, no “normalizarse”, no dejarse secuestrar por el sentido común, no dejarse encorsetar por los límites de lo posible y lo sustentable. Este cambio permanente lo entendía el Departamento de Filosofía desde una perspectiva totalizadora, cultural. A la par de las transformaciones económicas, el socialismo debe crear una nueva cultura, diferente y opuesta al capitalismo, nuevos valores, nuevas relaciones sociales. La transición socialista sólo puede avanzar como resultado de una planificación, una voluntad política y una movilización enorme de los sentimientos y aspiraciones trascendentes de la gente. Al capitalismo se va solo, a través del plano inclinado de las relaciones mercantiles, diría Fernando, pero el socialismo hay que construirlo conscientemente.
Mejor economía, más desarrollo, más bienes materiales, no significa automáticamente más socialismo, como preconizaba cierta visión mecanicista y economicista del marxismo. Ni siquiera en la URSS el extraordinario desarrollo de las fuerzas productivas, gracias a las potencialidades de la economía planificada, fue garantía de un tránsito seguro al socialismo. Decía Rosa Luxemburgo que el socialismo no es un asunto solo de cuchillo y tenedor. La pretensión de obtener crecimiento económico sobre la base del fomento de la desigualdad social no puede tener otro destino que el capitalismo, quiérase o no.
Es cierto que el socialismo puede convivir con un sector privado de pequeñas y medianas empresas (incluso a veces se torna imprescindible, en coyunturas desfavorables) pero sólo por un tiempo transicional. El poder socialista debe saber que su mera existencia siempre ejercerá presiones de clase en sentido contrario, que podrán ser controladas y sus efectos contrarrestados en la medida que exista una auténtica democracia obrera y los resultados de la lucha de clases a nivel internacional sean favorables al rumbo emancipatorio. Pero en condiciones de aislamiento y control burocrático, con toda su carga de ineficiencia y corrupción, ellas serán un peligro mortal para la Revolución. No es por gusto que Lenin, en sus últimos días de vida, después de adoptada la Nueva Política Económica (NEP), advirtiera premonitoriamente sobre los riesgos que ella entrañaba para lo que él mismo calificaba de “Estado obrero con deformaciones burocráticas”.
En los análisis del Departamento de Filosofía está presente siempre la centralidad de la política. La teoría revolucionaria sólo tiene fundamento en función de la praxis, de la acción revolucionaria, de la transformación del mundo. El Departamento fue, además de una aventura intelectual, una aventura política, como no podía ser de otro modo para un grupo marxista revolucionario.
Mientras el llamado campo socialista se dividía en la disputa chino-soviética (de por sí una monstruosa aberración del ideal socialista), estos cubanos abogaban por alianzas para su Revolución fuera de los círculos de la izquierda tradicional e institucional, en los movimientos insurgentes del Tercer Mundo y en la nueva izquierda de los países capitalistas desarrollados.
La existencia del Departamento de Filosofía y su revista, Pensamiento Crítico, era la concreción práctica de la fórmula expresada por Fidel en Palabras a los intelectuales: “dentro de la Revolución todo” significaba que todos los grupos y sectores revolucionarios cabían dentro de la Revolución, y todos tenían derecho a expresar sus opiniones y defenderlas en el seno de la Revolución, que daba abrigo y acogía a todos. La revista operó con total independencia y libertad de criterio, no rendía cuentas a nadie, pero era considerada con razón por todos, dentro y fuera de Cuba, como una hija legítima de la Revolución cubana. Ella era la expresión, en el campo del pensamiento, de la herejía que en la práctica significaba la Revolución cubana. Luego, su desacertado cierre coincidió con el momento del giro hacia un mayor acercamiento orgánico, en todos los sentidos, a la Unión Soviética. A partir de entonces, alguien decidió que “dentro de la Revolución todo” significaba que sólo cabía lo que estuviera sujeto a un estricto control burocrático.
Sobre la pertinencia, necesidad y utilidad para la Revolución del ambiente de debate de los sesenta recurro a dos opiniones que suscribo plenamente. Una es de Néstor Kohan: “Que haya habido una pluralidad de perspectivas ideológicas y culturales coexistentes —muchas veces en disputa entre sí— bajo el mismo arco revolucionario no es, desde nuestro modesto punto de vista, un signo de debilidad, sino todo lo contrario”[4].
La otra es de Fernando Martínez Heredia: “La unidad política de los revolucionarios y la unidad política del pueblo fueron objetivos centrales de la revolución, y está claro que en ello se jugaba incluso la supervivencia. Sin embargo, no se eliminó el debate interno por esa razón. Dirigentes políticos y culturales, personalidades intelectuales, instituciones diversas, contraponían sus criterios en público, con mayor o menor profundidad y buenas maneras. En 1963-1964, el Che y otros dirigentes del Partido y el Estado debatieron sobre cuestiones fundamentales del rumbo de la creación de la nueva sociedad en revistas habaneras, sin que peligraran por eso la estabilidad y la seguridad de la revolución”.
“Lo cierto es que el poder revolucionario y la sociedad reconocieron espacios de producción y de debate al pensamiento social que permaneciera o surgiera dentro del campo revolucionario, aunque fuera de corrientes diversas, y aunque expresaran unos sus discordancias con otros. Pienso que, si analizamos aquella situación en su conjunto, los factores positivos y negativos que contenía y los rasgos y problemas de la política que predominó, nos brindará algunas experiencias y lecciones respecto a la necesidad actual de volver a construir entre todos una cultura de debate.”[5]
Es lógico, normal y hasta deseable que entre los revolucionarios surjan innumerables puntos de conflicto, polémicas, visiones distintas sobre los caminos a seguir y las medidas a tomar. Es natural, porque en la esencia misma del ser revolucionario, en su naturaleza, está la comprensión crítica del mundo circundante, el arribo a conclusiones propias y la lucha con pasión por transformarlo. En un proceso como la revolución, donde confluyen tantos rebeldes e inconformes, son inevitables las contradicciones. Es saludable para la revolución cuidar porque siempre estas diferencias puedan expresarse, ventilarse, en un ambiente de debate, libre y franco, y que la unidad que resulta indispensable para su defensa se construya sobre el consenso generado a partir de la discusión abierta entre distintas posiciones revolucionarias. Una unidad construida de esa manera no consideraría las discusiones y los conflictos entre revolucionarios como algo dañino y peligroso que debe ser atajado, conjurado y prevenido, cubierto con el manto del silencio y constituir materia del olvido para la historia, sino como expresión de vitalidad y como estado natural de existencia de las revoluciones.
Lo que sí sería perjudicial para la revolución y su proyecto de liberación, a la corta o a la larga, con el pretexto de no dar espacio al enemigo, es la unidad construida verticalmente sobre la obediencia acrítica, el unanimismo y la disciplina sin cuestionamientos de las disposiciones dictadas desde organismos superiores, una unidad que penalice la diferencia, banalice el debate o lo convierta en la eterna catarsis o recogida de opiniones, que no reconozca la existencia de distintas concepciones sobre el socialismo y que ellas tienen derecho a expresarse organizadamente, aunque no sean las consideradas correctas desde las estructuras de poder. En el clima asfixiante de una unidad obtenida así, lo único que se fomenta es la doble moral, el oportunismo y el arribismo. La mejor formación de un revolucionario es el debate y la lucha ideológica constantes. La discusión sincera no puede más que fortalecer la implicación y la unidad de los sectores más firmemente comprometidos con la revolución y el socialismo.
Puede ser muy útil la tarea de recuperación del arsenal teórico y analítico del Departamento de Filosofía si nos sirve para los combates del presente. Si nos sirve para rearmarnos con el marxismo revolucionario y apropiarnos de toda la historia del pensamiento marxista. Si nos sirve para la profundización del socialismo, una de las alternativas en la lucha sorda que se libra hoy en Cuba.
No es suficiente con regresar al acervo intelectual tan provechoso de los sesenta. Es necesario que, con el mismo espíritu plural y diverso que lo hizo el Departamento de Filosofía en su momento, accedamos a lo mejor del pensamiento social contemporáneo, para estar en mejores condiciones a la hora de interrogar y transformar nuestras realidades, para construir un socialismo donde el poder real radique en manos de los trabajadores y ellos controlen toda la vida económica y política del país. Realicemos las preguntas correctas a nuestros dilemas de hoy y hallemos nuestras propias respuestas, para que el proyecto de emancipación alcance cotas superiores cada vez de libertad, justicia e igualdad, y convierta cada meta en un punto de partida.
Ante el doloroso final que tuvo el Departamento de Filosofía, otros podrían haber reaccionado con desaliento, arrepentimiento, resentimiento. Pero los muchachos de la calle K respondieron con más compromiso, sin renunciar a las ideas en las que creían y sin renunciar a pensar con cabeza propia. Su coherencia ha tenido recompensa. No me refiero a premios, homenajes o reconocimientos, sino a constituir hoy una de las principales referencias éticas y teóricas para una nueva generación de jóvenes revolucionarios cubanos. Y ello no ha sido a cambio del adocenamiento o la domesticación. Más bien ha sido por no ceder un ápice en la reivindicación de su derecho a pensar y debatir. Hoy les damos las gracias por no haber capitulado. Esa actitud nos ayudará mucho en nuestros empeños presentes y futuros, para no tener nunca que mendigar de hinojos la Revolución que ustedes nos legaron de pie.

Frank Josué Solar Cabrales

[1] Ponencia presentada en el Coloquio “50 aniversario del Departamento de Filosofía”, celebrado los días 17 y 18 de septiembre de 2013, en el Teatro de la Biblioteca Nacional José Martí.
[2] Fernando Martínez Heredia: El ejercicio de pensar, Ruth Casa Editorial / ICIC Juan Marinello, La Habana, 2008, p. 25.
[3] Ernesto Che Guevara. Obras, 1957-1967, Casa de las Américas, La Habana, 1970, t. II, p. 589.
[4] Kohan, Néstor: Pensamiento Crítico y el debate por las ciencias sociales en la Revolución Cubana, http://www.rebelion.org/docs/28556.pdf
[5] Fernando Martínez Heredia, ibidem, pp. 25-26

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