lunes, 14 de octubre de 2013

El más memorable encuentro con el Che




El azar situó en un mismo avión, en 1965, al guerrillero heroico y a Roberto Fernández Retamar. En aquella travesía de Praga a La Habana ocurrió un diálogo hondo, relatado aquí por el actual presidente de la Casa de las Américas.

Mi siguiente (y más memorable) encuentro con el Che se debió a un azar: un «seguro azar», en las palabras de Salinas. En los primeros días de marzo de 1965, al ir a abordar ese avión Praga-Habana que todo cubano toma, o aspira a tomar, alguna vez, y que se va haciendo familiar como un tranvía de barrio, tuve la alegría de saber que haría el vuelo no solo con muchos alumnos becados, sino también con el Che y otros compañeros del Gobierno (Osmany Cienfuegos, Arnol Rodríguez), además del secretario del Che, Manresa. Cruzamos unas palabras, y todo no habría pasado de allí. Pero, por desperfecto del aparato, el vuelo supuso una larga detención en Shannon, Irlanda, y significó dos días con sus noches. En esas condiciones, sin tabaco que fumar, prácticamente sin libros que leer (el Che acabó leyéndose la antología poética compilada por De Onís, que yo llevaba, así como mi ensayo Martí en su (tercer) mundo, con el que fue generoso, y a pesar de ocasionales incursiones en el ajedrez y el dominó, la conversación adquirió una importancia especial. Debo a ese hecho fortuito el haber hablado algunas horas con el Che, lo que es una de las cosas gratas y aleccionadoras que en estos tiempos me han ocurrido.
El Che es persona difícil de elogiar. Con una mirada, una sonrisa, o llegado el caso una frase mordaz, desarma al candoroso (o malicioso) alabador. Deplora a los turiferarios y sus variantes. Por otra parte, es imposible no sentir en su compañía, incluso en esa temporal y accidental intimidad, la impresión de rectitud y grandeza que emana de él. Y desde luego de austeridad. A la pobre aeromoza del avión de Cubana que en el aeropuerto de Shannon le llevó una caja de tabacos, le preguntó si la acababa de comprar en dólares, y al responderle ella afirmativamente, le pidió que la devolviera y reclamara el dinero.
La evidencia de la superioridad humana del Che la ha expresado admirablemente uno de los escritores más rigurosos de nuestra América en estos años: don Ezequiel Martínez Estrada. También él sintió esa impresión, y la dijo en su Che Guevara, capitán del pueblo. Véanse esas páginas del escritor menos áulico del continente, y me será más fácil hacerme entender. Ellas expresan, mejor de lo que yo podría hacerlo, la experiencia que me fue dado tener en esas horas. Que no estaban hechas, por supuesto, de meros asentimientos.
Se comprenderá que en horas se habla de muchas cosas. Algunas iban a adquirir después, para mí, valor especial. En general, el Che volvía entusiasmado con África, y lamentaba lo poco que entre los pueblos africanos habíamos divulgado nuestros hechos, y lo poco que nosotros conocíamos los suyos. Es menester salvar ambas lagunas: enviarles, traducidos al inglés y al francés, nuestros textos más importantes, y editar aquí los de ellos. Él había recomendado la publicación entre nosotros del libro fundamental de Fanon, Los condenados de la tierra, y hablamos de él. A partir de la experiencia concreta de África, Fanon llegó, por sus propios pasos, a conclusiones bien cercanas a las de nuestra Revolución. Nos es menester pensar por nuestra cuenta los problemas y las soluciones. Es bien pobre, por ejemplo, lo que existe en relación con la economía política del período de transición. Hay que ir a las fuentes, estudiar acuciosamente a Marx y Lenin. Sólido conocimiento de los clásicos, y fidelidad, en los planteamientos, a nuestras realidades, nos permitirán eludir el escolasticismo contemporáneo. Esa es tarea particularmente importante y difícil para nuestros países, los países de eso que ahora han dado en llamar el tercer mundo. Carecemos de cuadros especializados, pero no por eso podemos quedarnos de brazos cruzados. Hay que interrogarse ante los errores, dar con sus raíces, rectificarlos. Arriesgamos quedar presos en la ley del valor y sus consecuencias, aun cuando creamos asumir posiciones inequívocamente revolucionarias.
Hablamos de un trabajo que había aparecido recientemente en la revista de Sartre, Les Temps Modernes. Se trata de El castrismo: la larga marcha de la América Latina. Su autor, Régis Debray, joven estudioso francés que viviera en Cuba y en otros países de la América Latina, es un admirador irrestricto del Che. En su casa, que yo acababa de visitar, solo hay un retrato: una foto del Che que le tomó él mismo en La Habana. Esto no se lo dije al Comandante, pero de la lectura del artículo se desprendía más de lo que yo pudiera decir. Dicho artículo es sin duda notable, y al Che le interesaba, aunque aquí o allá hubiera propuesto rectificaciones.
No sé cómo pasamos a hablar de lecturas juveniles. El Che tuvo esa formación de francotirador propia de muchos intelectuales latinoamericanos y caribeños: se entusiasmó con Freud y se separó de él ante el fanatismo estrecho de muchos psicoanalistas; no desconoció a Spengler, quien tanto influiría precisamente en Martínez Estrada; le atrajo la literatura, pero estudió Medicina. El resto de lo que sus biógrafos llamarán su evolución, pertenece ya a la historia de nuestros años. El Che en Guatemala, en México, en Cuba; el Che guerrillero, estadista, economista, escritor, teorizante. Se trata de uno de esos grandes hombres múltiples que nuestras tierras mestizas dan de tiempo en tiempo, y es ya inimaginable en un país capitalista desarrollado.
Le mencioné la nueva edición de su libro La guerra de guerrillas, que yo le había pedido para hacer con él un Bolsilibro, en las ediciones de la UNEAC, donde ya habíamos publicado los Pasajes. El Che no estaba conforme con reeditar el libro tal como está en la actualidad: quiere reescribirlo, de acuerdo con nuevas experiencias, o al menos hacerlo preceder de un prólogo aclaratorio. Yo le expliqué que nos interesaba la obra en sí, por el valor histórico que ya posee, pero el Che pensaba sobre todo en la utilidad que podría prestar. También hablamos de sus Pasajes, y de una nueva estructura que hubiera querido darles.
Al abordar las publicaciones cubanas, mencionamos los libros de la colección "Arte y sociedad", que él había leído. La necesidad de arte, de Fischer, le parecía interesante y útil, aunque considerara excesivo nuestro entusiasmo por el libro. Yo le hablé de la posibilidad de dar a conocer allí alguna obra non sancta (concretamente, Literatura y Revolución, de Trotski), y ello no le preocupó, aunque me sugirió que le añadiera un prólogo mío. Pero mucho de lo publicado por autores cubanos lo estimaba distante todavía de la calidad requerida.
Coincidiendo en principio con él, le sugerí sin embargo que acaso esa opinión era un capítulo del contrapunto entre el hombre de acción y el hombre de contemplación. Este último aparece siempre a los ojos de aquel como defectuoso. Pero no: el Che no escatimó su elogio para aquellas obras cubanas de primer orden, especialmente la novelística de Alejo Carpentier, y fue generoso en muchos de sus juicios. Desde luego, consideraba imprescindible el mayor compromiso revolucionario por parte de nuestros intelectuales. Me prometió entonces dejarme ver copia de un trabajo que había escrito sobre esto.
El lector supondrá que se trataba de El socialismo y el hombre en Cuba, que ha sido amplia y justamente divulgado. Yo hubiera preferido, y así se lo hice saber personalmente y luego en una carta larga y acaso excesiva, que no metiera en un mismo saco a todos los escritores y artistas de su generación; pero los puntos de vista de ese trabajo son de una extraordinaria importancia, y enriquecerán mucho nuestro ámbito. Por cuestiones meramente profesionales, hablamos sobre todo de aquellas partes tocantes a la literatura y el arte. El Che ha desencuadernado, para siempre entre nosotros, los errores del llamado realismo socialista, si bien insiste en que no podemos bastarnos con esa actitud, sino proseguir hasta dar con un arte que sea expresión de nuestro grandioso proceso revolucionario.
Aunque me detuviera en esos puntos, por las razones mencionadas, ellos distan mucho de ser los más importantes del trabajo. Es tonto que ahora me ponga a glosar lo que ya está dicho, y muy bien dicho, en esas páginas memorables. Pero sí podría comentar sobre lo que no está escrito allí, y me pareció entender. Me pareció entender que el Che considera la conversión de un hombre en revolucionario genuino como una ascesis, un proceso de purificación similar a aquel a que aspiran algunos religiosos. De más está decir que estas palabras no pretendo atribuírselas a él. Se trata de hacerse mejor, para decirlo en términos sencillos, de darse a los demás, de olvidarse de sí, cumpliendo un deber exigente. No encontramos otras ideas en José Martí. Por supuesto, cuando la vara de medir es el propio Che Guevara, y él se considera como un aspirante a esa meta, no puede parecer extraño que su juicio sobre los demás (los intelectuales, por ejemplo) sea duro. El Che es él mismo un intelectual, pero un intelectual que ha sufrido la experiencia de esa conversión, de esa purificación, al contacto con el pueblo, con sus miserias, con sus padecimientos, con sus luchas. No es cierto que no haya habido intelectuales en la Sierra: los hubo, comenzando por el propio Fidel.
Ese es el caso del Che, sin duda. Pero se trata de intelectuales que fueron capaces de ir más allá, de transformarse, para servir más. En Martí, en Rubén Martínez Villena, Cuba nos había ofrecido ejemplos así. Naturalmente que no se supone que todos los intelectuales logren esa dimensión, que será alcanzada por los dirigentes, por la vanguardia, para decirlo en los términos del Che. Y son ellos los que, al hacer posible la configuración histórica del país, hacen posible, también, la tarea de los otros trabajadores intelectuales. A esos trabajadores intelectuales les ha sido dada una responsabilidad inmensa, que es un desafío: ser los contemporáneos, y alguna vez los contertulios, de los revolucionarios más importantes de estos años. Algo así como ser contemporáneo de Lenin, o, en nuestra área, de Bolívar. No cabe duda de que una zona de nuestro arte se ha lanzado a aceptar ese magno desafío; no cabe duda, tampoco, de que los resultados (y acaso los métodos) todavía no están por regla general a la altura de lo que se requiere. Negar lo primero, es equivocarse; también negar lo segundo. Pero no quiero desviarme hacia ese tema.

Roberto Fernández Retamar
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