“Algo nuevo se está cocinando en el país”, dice Alfredo Molano, periodista y sociólogo perseguido por el régimen uribista por decir lo que ve y vocear lo que sienten millones de colombianos para quienes los medios están cerrados. No lo dice en un despacho cerrado, sino a cielo abierto en el Foro de la Solidaridad en Moravia, barrio pobre de Medellín construido sobre una enorme montaña de basura que los desplazados por las sucesivas guerras convirtieron en trama urbana, periférica y resistente, con base en una impresionante red de solidaridades.
Lo nuevo es la amplitud, extensión y profundidad de la protesta, y sobre todo la confluencia de actores que están colocando contra las cuerdas al gobierno de Álvaro Uribe. Los paros más destacados por los medios son los del sector público por salario, como el de los judiciales, que llevó al gobierno a decretar el estado de “conmoción interior”. Luego siguieron los funcionarios del sistema electoral (Registraduría), los maestros, los camioneros y otros servidores públicos que ven sus salarios diezmados por el incesante aumento de precios. Sin embargo, lo que más desvela a los poderosos es la confluencia del abajo.
El 15 de septiembre pasado se inició la huelga de 10 mil corteros de caña de azúcar que ocupan ocho ingenios de Valle del Cauca, quienes trabajan a destajo y en condiciones feudales. Los corteros, casi todos afrocolombianos, se levantan a las cuatro de la madrugada, trabajan de seis de la mañana a cinco de la tarde bajo un sol que lastima y llegan sobre las ocho de la noche a su casa, luego de dar 5 mil 400 golpes de machete e inhalar humo de la quema de caña y el glifosato usado en las plantaciones. Ganan poco más del salario mínimo, pagan de su bolsillo la seguridad social, las herramientas, la ropa de trabajo y el transporte hasta el cañaveral. Al atarceder, se ven espigadas siluetas morenas al borde de la Panamericana, entre Cali y Popayán, tambaleándose como zombis luego de una jornada laboral criminal.
La huelga de los más pobres sorprendió a todos, tanto por su duración como por el macizo seguimiento de los agrupados en el sindicato Sinalcorteros. Para el gobierno y la Asociación de Cultivadores de Caña de Azúcar la huelga es un problema, ya que obligó a importar azúcar de Ecuador y Bolivia, paralizó la producción de etanol y elevó el precio de la gasolina, porque de los brazos destrozados de los corteros sale el etanol para sus coches. Quizá por eso el ministro de Protección Social (ironía de los de arriba) dijo en el parlamento que la huelga no es un problema social, sino una protesta de delincuentes, y acusó a los corteros de estar infiltrados por las FARC.
Los corteros piden ser contratados directamente por la empresa, porque ahora se les obliga a ingresar en cooperativas que son bolsas de trabajo para abaratar salarios; que se les paguen los días perdidos por paradas de las empresas, así como los que deben asistir al médico, ya que los accidentes laborales incapacitan a 200 corteros cada año. Exigen, además, que se eliminen las básculas móviles que pesan a favor del patrón, que se quiten las máquinas que hacen el trabajo de 150 corteros, y un aumento salarial de 30 por ciento.
En los 516 años de resistencia, el 12 de octubre pasado comenzó la Minga de los Pueblos que retoma las decisiones del primer Congreso Itinerante de los Pueblos por la Vida, la Alegría, la Justicia, la Libertad y la Autonomía, realizado en septiembre de 2004 y del que surgió el Mandato Indígena y Popular que contempla: rechazo al TLC, un tratado “entre patrones y contra los pueblos”; derogación de las reformas constitucionales que someten a los pueblos a la exclusión y la muerte; “no más terror del Plan Colombia (…) que infesta nuestros territorios y los siembra de muerte y desplazamiento”; cumplimiento del Estado a los acuerdos a raíz de la masacre del Nilo en 1991, donde fueron asesinados 20 nasas; y construir la Agenda de los Pueblos, que surja de “compartir y sentir el dolor de otros pueblos y procesos”.
La Minga, trabajo colectivo en el mundo andino, comenzó al borde de la carretera Panamericana, donde unos 10 mil indígenas, sobre todo nasas agrupados en el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) y en la ACIN (Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca), instalaron un territorio de Paz, Convivencia y Diálogo en el municipio La María Piendamó. Cortaron la ruta y fueron brutalmente atacados por las fuerzas armadas, lo que dejó un saldo de dos muertos y 90 heridos, la mayor parte por bala. La violencia no consiguió desalojarlos, pero concitaron el apoyo de toda la Colombia de abajo.
Fracasada la negociación con las autoridades, la Minga se puso en marcha hacia Cali, donde 12 mil indios escolatados por su guardia indígena, a los que se vienen sumando los corteros y otros trabajadores agrupados en la CUT, llegarán el lunes 27 a la tercera ciudad del país luego de recorrer 100 kilómetros por la rica llanura tapizada de cañaverales. Lo más trascendente es que la Minga de los Pueblos se está convirtiendo en una articulación de los de abajo sin aparatos burocráticos, encuentro abajo y en la lucha, confluencia entre múltiples torrentes que están empezando a formar el enorme cauce de la Otra Colombia. Uno de ellos fue el paro nacional convocado por la CUT para ayer jueves.
El memorial de agravios es impresionante. Sólo los indígenas denuncian que en los seis años de gobierno de Uribe asesinaron a mil 243 indios de las más de 100 etnias existentes en Colombia y 54 mil fueron expulsados de sus territorios. En los últimos 15 días ya son 19 asesinados. “Todos somos corteros, todos somos indígenas”, reza un comunicado de ACIN. La larga experiencia del pueblo nasa les dice que “ningún sector actuando solo puede enfrentar la agenda de explotación y sometimiento de quienes desde el régimen la van implementando”.
La Minga es el modo en que los de abajo han decidido “concertar la palabra y convertirla en camino”. Es apenas el primer paso. Pero el que marca el rumbo y deja huella.
Raúl Zibechi
La Jornada
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