martes, 12 de junio de 2018

El portazo de Trump en la cumbre del G7




En una isla de la ciudad-estado de Singapur tendrá lugar la reunión entre Donald Trump y Kim Jong-un, uno de los eventos geopolíticos más esperados e inciertos de los últimos tiempos.

En la previa, Trump dinamitó otra cumbre, la reunión anual del G7 que se realizó en un resort próximo a Quebec a varios miles de kilómetros de distancia. El presidente estadounidense pasó por Canadá como un tornado. Llegó tarde y se fue antes. Propuso volver a invitar a Rusia, incluida en 1997 por Bill Clinton cuando Yeltsin era el presidente, y suspendida por Estados Unidos y Alemania en 2014 por la anexión de Crimea con la que Putin respondió al conflicto con Ucrania.
Trump hizo una verdadera proclama a favor del comercio libre “sin tarifas, barreras ni subsidios”, después de haber impuesto aranceles al acero y aluminio primero contra China y luego contra Europa, Japón y sus socios del NAFTA. Y cuando parecía que finalmente sus pares lo habían convencido de firmar el deslucido comunicado de la cumbre, torpedeó esa esperanza desde algún lugar indeterminado del Pacífico a bordo del Air Force, desde donde disparó una amarga catarata de tuits contra el primer ministro canadiense J. Trudeau. Así privó a los presidentes de las naciones más industrializadas de Occidente del final feliz.
Este fracaso anunciado no tiene su causa eficiente en la personalidad narcisita e impredecible de Trump, aunque esto seguramente ayuda a magnificar la postura ofensiva de Estados Unidos. La crisis de la cumbre del G7, que terminó siendo una especie de G6 como lo bautizó el presidente francés, Emmanuel Macron, es solo una foto de la crisis profunda en que se encuentra el llamado “orden (neo)liberal” que desde la segunda posguerra lidera Estados Unidos a través de dominar instituciones multilaterales surgidas del riñón mismo norteamericano.
La presidencia de Trump, como el triunfo del Brexit, o el surgimiento de las extremas derechas soberanistas y los partidos euroescépticos como el Frente Nacional francés o la flamante coalición entre la xenófoba Liga (ex Ligar Norte) y el Movimiento 5 Estrellas que hoy gobierna Italia, son las expresiones políticas de tendencias nacionalistas que, tras la crisis capitalista de 2008, vinieron para quedarse. Estas tendencias, que a falta de una categoría más precisa se las llama “populistas”, son capitalizadas fundamentalmente por la derecha pero también tienen su expresión a la izquierda de los partidos del centro político tradicional, que garantizaron durante varias décadas la gobernabilidad de las clases dominantes.
El presidente Trump busca disfrazar como medidas defensivas lo que a todas luces es una política norteamericana ofensiva, no solo hacia enemigos sino también hacia aliados tradicionales, con las cifras del déficit comercial. El razonamiento del presidente parece tan sencillo como una cuenta de un almacenero: Estados Unidos tiene un déficit comercial anual de más de 500.000 millones de dólares -64.000 con Alemania, 70.000 con Japón- y sus exportaciones deben sortear barreras comerciales varias veces superiores a las que encuentran los países europeos para entrar al mercado norteamericano. Como suele ocurrir, el engaño está en lo obvio, porque fueron las corporaciones norteamericanas las que más se beneficiaron del “orden liberal” y sus instituciones como la OMC.
Esta “diplomacia mercantil” que está practicando la principal potencia imperialista del mundo está introduciendo una novedad: Estados Unidos lidera menos por hegemonía, que viene perdiendo junto con su peso económico a nivel internacional, y más por imposición imperial directa. Habrá que ver qué fuerza real tiene. Lo que muchos analistas están empezando a definir como un “juego de suma cero”, donde lo que gana uno lo pierde otro. Esto se ve en las propias elecciones dilemáticas de Washignton y en las idas y venidas del presidente Trump, que a la manera de un viejo dirigente sindical argentino, ejerce una suerte de diplomacia vandorista y “pega para negociar”. El ejemplo quizás más elocuente fue la política de apriete contra China, que terminó amenazando con la quiebra y luego salvando al gigante de las comunicaciones ZTE.
Las potencias europeas, los principales socios de Estados Unidos, se debaten entre la irrelevancia y los intentos de apaciguar la ira proteccionista de Trump, que si se consolidara como una tendencia, tarde o temprano los obligaría a tomar opciones más radicales. Así lo entendió Macron que palabras más o menos dijo que “el nacionalismo económico lleva a la guerra” y agitó el fantasma de los años 1930.
La crisis de 2008 abrió un momento transitorio, del ya no más de la globalización donde todos podían ganar aunque Estados Unidos se llevara la parte del león, y del todavía no de las guerras comerciales ruinosas, aunque la imposición recíproca de tarifas podría terminar llevando a este desenlace. Después de algunas décadas de espejismos, la contradicción entre la internacionalización del capital y los estados nacionales está haciendo su rentrée a la escena mundial.

Claudia Cinatti

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