domingo, 10 de febrero de 2013

Inseguridad y violencia: un poco más de izquierda no vendría mal



Empujado por el discurso de la mano dura y el grito de la tribuna, el Frente abandonó parte de su viejo discurso y el debate perdió matices
Guillermo Stirling fue ministro del Interior durante dos gobiernos colorados (Julio Sanguinetti y Jorge Batlle) y si bien recibió críticas de la izquierda siempre tuvo con el Frente Amplio una relación armónica producto básicamente de dos factores.
Uno de ellos era la actitud autocrítica del ministro: si alguien le decía que la seguridad estaba mal, él replicaba: “mal no, horrible”. Stirling no esperaba reconocimiento por lo que pudiera hacer porque, como solía repetir, lo que se evita no se puede medir.
El otro factor del buen relacionamiento entre Stirling y la izquierda fue que el Frente Amplio, a medida que se acercaba al gobierno, entendió la complejidad del tema seguridad (¿qué es un país seguro?), la necesidad de lidiar con una Policía que estuvo una década dedicada a tareas políticas más que profesionales, una población acostumbrada al clima de aldea y al sueño de dormir con la puerta sin llave y la omnipresente condición humana que puede más que cualquier estrategia policial y a la que se le despierta el instinto asesino en una esquina oscura de la ciudad como en el dormitorio que comparte con su pareja.
La izquierda empezó entonces a madurar su visión sobre la seguridad antes de asumir el gobierno, aunque su programa de acción es de una vaguedad pasmosa. En ese momento tampoco necesitaba mucha definición: los problemas que la gente destacaba eran otros y para el votante de izquierda todo lo que tuviera que ver con Policía y represión le provocaba escozor.
Cuando el Frente accedió al gobierno pasó por varias etapas, una de ellas signada por políticas y discursos benevolentes para con la violencia, que seguro abrevaba en aquella premisa izquierdista que vinculaba la pobreza con la delincuencia. Mejorando la pobreza, decían, caerán los delitos, como si la mente y el alma humanas fueran un software.
Pero la izquierda heredó una Policía mal formada, cárceles atestadas y desastrosas, un Inau desquiciado y erráticas políticas de prevención del delito, cuando no su ausencia total en algunas áreas (ya que los homicidios no se pueden evitar –algo que a la gente le cuesta asumir- adoptar medidas para reparar a las víctimas, lo cual recién se votó en este gobierno). Y además recibió unas cifras apenas un poco menos alarmantes que las de ahora en materia de delitos.

Ningún gobierno logró frenar las rapiñas, ¿por qué iba a hacerlo la izquierda?

Pero consciente de que cargaba con la mácula de haber tenido una actitud inocente y hasta condescendiente con el delito, la izquierda fue endureciendo su postura. Hoy hay quienes sostienen que nunca hubo una gestión tan pro policial y que tenga tan claras las necesidades y la lógica de represión como la de este gobierno mujiquista.
A fuerza de presiones, contra lo que decía la liturgia izquierdista y aún contra la evidencia histórica y empírica que mostraba el fracaso de algunas políticas represivas (y con el ruido de fondo de la tribuna que pedía mano dura), el Frente volvió al trillo conocido: se aumentaron las penas (a veces de manera absurda, como gravar más a los traficantes de pasta base que a los de cocaína), se endurecieron medidas con los menores (preservación de antecedentes y aumento de los mínimos) y se asumió un discurso en el que los delincuentes ya no eran pobres sino solo delincuentes.
A medida que se acercan las elecciones a nadie se le ocurre insinuar un discurso que se acerque a aquella idea soñadora sobre las condiciones de vida, la bondad y la maldad humana.
Incluso se han dejado de mencionar cosas que los propios hechos demuestran, como por ejemplo que no todos los pobres son ladrones, pero que todos los ladrones son pobres; que las cárceles son lugares atestados no sólo de bandidos, sino también de pobres.
La urgencia y la necesidad política de obtener resultados en el terreno policial (donde la gente suele creer que está el corazón de la seguridad pública, una idea errada y peligrosa) acotó los espacios para una reflexión, más no sea pasados los hechos, acerca de por qué un pibe que a los 6 años era un amor se convirtió en un asesino con 14. De eso ya casi ni se habla porque es como justificar al criminal.
Seguro que el plebiscito impulsado por el bordaberrismo para bajar la edad de imputabilidad jugó un papel en el endurecimiento de la postura de la izquierda, aunque en filas coloradas los argumentos y las ideas en boga son de una pobreza franciscana, sin contar su pasado de fracasos reiterados en esta área.
No vale la pena mencionar el triste espectáculo que dieron los colorados en la interpelación de esta semana (¿es que ni siquiera leen un poco antes de ir a una instancia así?); ya la propia iniciativa de bajar la edad de imputabilidad penal (más allá de su procedencia o no) es de una desprolijidad jurídica mayúscula y su instrumentación embarcará al país en un nuevo problema más que en una solución.
Pero nadie parece querer jugarse a debatir estas cuestiones frontalmente en el oficialismo porque el horno no está para bollos en la sensación de la gente (la interpelación de ayer debería hacer reflexionar al Frente sobre la debilidad de ciertos argumentos y de quienes los defienden).
La realidad es que los sectores que quieren mano dura, los que alientan a la gente a armarse, los que asumen pose de sheriff, arrastraron consigo a la izquierda en este debate y la dejaron entrampada en un discurso que algunos pronuncian convencidos y otros no tanto.
Signado por intereses electorales, el debate perdió matices acerca del origen de la violencia social (porque esa, la violencia, es la cuestión y no la seguridad). Para recuperar esos matices lo que parece estar haciendo falta es volver a las fuentes de las que algunos se alejaron y tener el coraje de asumir que no será una generación la que resuelva lo que varias generaciones dejaron venir abajo, además de recuperar, porque no, un discurso un poco más de izquierda, ese que muchos abandonaron, aún en sus aristas más positivas, cuando la tribuna empezó a pedir sangre.

Gabriel Pereyra

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