El capitalismo sembró la duda en la palabra, en la idea (nadie cree en lo que dice el otro) y consolidó su funcionamiento como si de un absolutismo celestial se tratara. La fe de hoy sólo la mueve el dinero (y la sobrevivencia que la dificultad de conseguirlo impone). El destino es una estructura invisible que manejan los socios anónimos que se reparten, segundo a segundo, los recursos de la tierra. El pueblo de come a sí mismo mientras los jerarcas unen sus fuerzas.
Ante los ojos (que no ven) de todos, la función avanza (y hasta hay aplausos). Y los distintos factores sociales hablan, callan, caminan (sin saber a dónde) o se detienen (sin saber por qué) atendiendo la “lógica” de ese “destino” inhumano, consumista y sectario (el verdadero fundamentalismo planetario). Los discursos construyen realidades, he ahí una práctica que muy bien maneja el laberinto capitalista; nada es gratuito dentro de los acontecimientos cíclicos y uniformes que ocurren a escala global, otro reto a estudiar; no obstante, la velocidad (con su carga de saturación propagandística) a la que está expuesto el mundo actual no permite tiempo. Y tiempo es lo que necesitamos para descifrar la mentira mediocre (las mentiras artísticas son sublimes) que nos impone la ley (de la selva) capitalista.
El sistema anuncia realidades (para ello tiene el control de todos los medios) que luego concreta; vende el futuro que después impone. El monstruo es hábil a la hora de fabricar rivales, conflictos y soluciones. La bestia crea la enfermedad y te vende la vacuna (o el pasaporte a otro problema). Sospecho que la actual crisis económica forma parte de una hoja de ruta inventada (y necesaria para un intento de dominio superior). Otra cosa es que luego, como parte del diseño, la crisis haya terminado siendo realidad. Ese era el objetivo del anuncio. Ocurre que el capitalismo está reinventando su ficción o nuestra tragedia; los amos del circo del monopolio necesitan cuadrar las cuentas para dejar atrás su caparazón obsoleto del siglo XX (el modelo devoró su antigua estructura esclavista) y así poder usar, en alto vuelo, su nuevo traje imperial, esta vez más sofisticado por ser de tela invisible y de firma mucho más exclusiva que la anterior. Se trata de la pretendida consolidación de la maquinaria consumista: un gran poder global (con muy pocos socios) y millones de autómatas a su servicio.
¿Podrá la bestia alcanzar su cometido? Habrá que ver si nosotros, los cumplidores de una ficción impuesta, desde nuestra individualidad comprometida con el todo colectivo, somos capaces de crear e impulsar una realidad más justa, natural y equitativa.
Edgar Borges
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