jueves, 12 de septiembre de 2013

El germen socialista




Se cumplen 40 años del golpe de Estado que truncó una de las experiencias políticas más interesantes de América Latina: la “vía chilena” al socialismo. Sin embargo, la actualidad regional sigue dando muestras de que aquel intento no quedó inconcluso.

Resulta envuelto en un fuerte simbolismo el hecho de que el primer discurso de Salvador Allende como presidente electo de su país se haya pronunciado desde el balcón de la Federación de Estudiantes de Chile (FECh). Era la noche del 4 septiembre de 1970 y el mismo Allende reconocía que el lugar “posee un valor y un significado muy amplio. Nunca un candidato triunfante por la voluntad y el sacrificio del pueblo usó una tribuna que tuviera mayor trascendencia. Porque todos lo sabemos. La juventud de la patria fue vanguardia en esta gran batalla, que no fue la lucha de un hombre sino la lucha de un pueblo; ella es la victoria de Chile, alcanzada limpiamente esta tarde”.
Por primera vez en el mundo occidental, un confeso marxista ganaba las elecciones presidenciales con 1.076.616 votos y llamaba al pueblo de Chile a festejar a la sede de aquella organización estudiantil que lo tuvo como vicepresidente y que lo vio encabezar la lucha contra la dictadura de Carlos Ibáñez. Esa misma federación que 42 años después libraría una de las batallas más resonantes contra la estructura privatizadora de la política chilena.
“Asumió el gobierno del pueblo” tituló La Nación el 4 de noviembre de 1970, primer día del mandato de Allende y su 'vía chilena al socialismo'. La idea de un Estado socialista surgido de un proceso legal -idea disparatada si las había en aquel tiempo- había entusiasmado a millones, hecho torcer la nariz a varios marxistas ortodoxos y, sobre todo, enfurecido a los grandes poderes globales sumergidos en la 'lucha contra el comunismo mundial' en plena Guerra Fría.
El entonces presidente norteamericano, Richard Nixon, según información desclasificada por la CIA, desde los primeros días que siguieron a la elección comenzó a preparar la estrategia para el golpe de Estado que se celebraría tres años más tarde. Su asesor de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, plasmó ese desprecio en su famosa declaración: “No veo por qué tenemos necesidad de estar parados y ver un país ir al comunismo por la irresponsabilidad de su propio pueblo”.
Pero mientras tanto el programa de la Unidad Popular en el gobierno avanzaba pese a los palos en la rueda de democristianos, nacionalistas, liberales, terratenientes y grandes industriales. Esa sociedad profundamente patriarcal, racista, autoritaria y violenta -que tan admirablemente supo describir Isabel Allende en su Casa de los espíritus-, enroscada en su rígida estructura de dominación cuasi colonial, recibió una cachetada limpia por parte de los sectores populares. Y fue a través de su propia estructura estatal y de sus propias reglas.
Nacionalización de la minería, expropiación de más de dos millones de hectáreas en el marco de la Reforma Agraria, alquileres fijados por ley al 10% del ingreso familiar, supresión de todos los aranceles en la sanidad pública, rechazo a los compromisos con el Fondo Monetario Internacional y muchas otras medidas atestiguaron el cambio profundo de la institucionalidad chilena -el pasado 4 de septiembre, la Fundación Salvador Allende y la la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) inauguraron en Santiago la exposición “40 medidas a 40 años”, que recuerda las principales iniciativas del gobierno de la UP-.
Fue así como los ex dirigentes estudiantiles, campesinos y obreros comenzaron la construcción de un nuevo Estado cambiando las instituciones y creando nuevas en función de los intereses de aquella parte de la población que había sufrido históricamente los atropellos de una clase dominante anacrónica y tozuda.
A partir de 1972 el gobierno de los Estados Unidos promovió un boicot internacional contra el cobre chileno y la negativa a conceder créditos desde el exterior. “Ni una tuerca, ni un tornillo para Chile” había tronado Nixon en 1970. A eso se le sumó un plan de intervención directa de las agencias norteamericanas en la desestabilización del gobierno de Allende. El imponente déficit público generado por la obstinada oposición de los mercados mundiales a un plan económico con base socialista se manifestó en la vida de los chilenos bajo la forma de inflación y mercados negros por doquier.
Ante esto, el paro nacional promocionado por la Agrupación de Dueños de Camiones y financiado desde el exterior -como resulta de los documentos desclasificados treinta años después por la CIA- abrió el paso a una crisis que culminó con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, liderado por el comandante de las Fuerzas Armadas, Augusto Pinochet. Allende resistió el asalto militar a la casa de gobierno, la Moneda, en persona. Con un casco de soldado y el fusil que le había regalado años atrás su amigo Fidel Castro se mantuvo “en el lugar donde me puso el pueblo”, como había prometido, hasta la muerte.
Durante los 17 años que siguieron, la dictadura pinochetista desató la rabia acumulada por los dueños del poder sobre el pueblo chileno. 38.000 personas fueron torturadas, secuestradas y asesinadas. La estructura económica fue adecuada a los más estrictos lineamientos del neoliberalismo. La nueva Constitución de 1980 -aún vigente- impuso el marco legal para el triunfo neoliberal en el país.
Hubo que esperar casi 30 años para que el germen de esa idea descabellada, esa nueva vía al socialismo, retomara su curso en América Latina. En su discurso al parlamento en 1971, Allende aseguró que “el pueblo de Chile está conquistando el poder político sin verse obligado a utilizar las armas”. Según el mandatario, se estaba “modelando la primera sociedad socialista edificada según un modelo democrático, pluralista y libertario”.
A las puertas del siglo XXI, en Venezuela se retomó aquel desafío. “Si bien aquí siempre ha habido corrientes populares partidarias de un movimiento armado [...] nos dimos cuenta que buena parte de nuestro pueblo no quería movimientos violentos sino que tenía la expectativa de que organizáramos un movimiento político, estructurado, para optar por una vía pacífica. Decidimos entonces avanzar por la vía electoral”, dijo en un entrevista de 2003 el entonces mandatario venezolano Hugo Chávez, quien se reivindicó el año pasado “hijo de Allende”.
En toda América Latina comenzó a expandirse aquel germen que quería disputar las instituciones estatales desde los movimientos y partidos de izquierda, organizaciones sociales y populares. Nacieron nuevas revoluciones, sostenidas por las organizaciones estudiantiles, campesinas, indígenas y obreras. Una creación cotidiana que desde aquel 11 de septiembre de 1973 recorrió el continente y mutó en sus formas pero no en su esencia. Así como lo había dicho el mismo Allende, desde el balcón de la FECh, entendiendo que esa victoria “tiene proyecciones más allá de las fronteras de la propia patria”.

Federico Larsen.

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