sábado, 23 de diciembre de 2017

Reforma o revolución: ¿diferencia de grado o disyuntiva?




¿Es cierto que la dicotomía entre “reforma” y “revolución” es una encrucijada obsoleta o, por el contrario, ésta define proyectos políticos que actúan en el presente?

El reconocido intelectual Carlos Pérez Soto, en su texto “Un programa marxista para Chile” incluido en Marxismo: Aquí y ahora, publicado en 2014 por la fundación CREA, sostiene que “la dinámica de una oposición anti burguesa y a la vez antiburocrática requiere, sin embargo, de superar un viejo atavismo ilustrado de las izquierdas clásicas: la dicotomía reforma – revolución. Se trata de una de las discusiones más estériles y más destructivas en la cultura de izquierda. Una dicotomía que ha llevado históricamente a que la izquierda discuta mucho más, y más intensamente, con la izquierda que con la derecha.”
Pérez fundamenta que quizá en “la época de la producción y la política jerárquica, en la que se tenía todo el poder o nada, esto tenía algún sentido”. Para Pérez, el poder, en la actualidad, está configurado de manera más compleja. En su visión existen una producción y un dominio en red. La apropiación de plusvalía por capitalistas y funcionarios, éstos últimos a través del aparato Estado y “las tecno estructuras del gran capital y de los poderes globales”, es lo que estructura la sociedad. Desde ahí que no sólo capitalistas, también burócratas, hacen pesar sus intereses propios, formando “una enorme red de cooptación social, que da empleo precario, a través del boleteo o de los sistemas de fondos concursables, manteniendo con eso un enorme sistema de neoclientelismo que favorece de manera asistencial a algunos sectores claves, amortiguando su potencial disruptivo, y favoreciendo de manera progresivamente millonaria a la escala de operadores sociales que administran la contención”.
El Estado central continúa actuando como un factor de dominio pero en estas coordenadas: por esa razón Pérez considera necesario “acotar las funciones del estado central sólo a la redistribución de las riquezas locales desiguales, a los grandes proyectos de infraestructura, a la gestión de las grandes fuentes de recursos naturales” y “limitar el poder del Estado central sobre todo asunto que concierna a la soberanía de las comunidades locales”.
Su visión de la dicotomía reforma o revolución como un viejo atavismo estéril y destructivo tiene que ver con una definición de la organización del trabajo como “posfordista”. "Lo esencial es que este nuevo poder -para Pérez- no requiere homogeneizar para dominar. Puede dominar a través de la administración de la diversidad. Esto hace que lo local no sea directamente contradictorio con lo global. Este nuevo dominio no necesita tener todo el poder para ejercer el poder. La dicotomía clásica, que culmina en el fordismo, da lugar a un ejercicio interactivo de poderes de primer y segundo orden. Los dominados pueden ejercer, incluso plenamente, el poder local. El poder real, el de segundo orden, consiste en la capacidad de hacer funcionales esas autonomías locales a una distribución desigual, a nivel global, tanto del poder mismo como del usufructo”.
Pérez intenta situarse por fuera de las polémicas clásicas en el movimiento marxista a la hora de pensar qué oposición y qué política construir. Rechaza lo que denomina “el principio leninista de unidad de propósito” contraponiendo un “espíritu común” en el que sería siempre erróneo pretender establecer jerarquías en las luchas, pues de ese modo se alejarían los “núcleos periféricos”. En su visión “todo revolucionario debe ser como mínimo reformista. La diferencia entre reforma y revolución es una diferencia de grado, de alcance, no de disyuntiva, y mucho menos de antagonismo. Se es reformista en la lucha por lo local y revolucionario si se la pone en un horizonte de lucha global. Se es revolucionario en la crítica radical, y reformista a la vez si se es capaz de llevar los principios de esa crítica a toda lucha local”.
Esto se traduce en el plano organizativo. Pérez rechaza el partido leninista, al que considera una “maquina fordista”. Según su visión, cuando Marx hablaba de “nuestro partido” en el Manifiesto, se refería a quienes creen que el comunismo es posible y no a un partido. Pérez no cree en un partido sino en “una gran izquierda organizada en red, que se reconozca en un espíritu común.”
A la luz de la situación política enormemente fluida que se abre en nuestro país con la nueva configuración de la superestructura política marcada por el triunfo de Piñera, la decadencia de la Nueva Mayoría y la emergencia del Frente Amplio -con una importante bancada parlamentaria- resulta pertinente referirnos a este debate. ¿La adhesión de Pérez a la órbita frenteamplista y sus apariciones junto a Movimiento Autonomista son congruentes con su noción “de una gran izquierda organizada en red, que se reconoce en un espíritu común” de la que hablaba en este texto de 2009? Quienes proponemos construir una izquierda anticapitalista de las y los trabajadores diferenciada del Frente Amplio, que aloja tanto a corrientes que ni siquiera se referencian en la izquierda como el Partido Liberal como a corrientes referenciadas más claramente en la izquierda como Nueva Democracia; ¿somos acaso la encarnación de esa distancia con una “amplia cultura del “respeto” y la “tolerancia” producto de las obsesiones puristas que para Pérez serían propias de leninistas y trotskistas?

Reforma o revolución: Luxemburgo v/s Bernstein

En el año 1900, la marxista polaca Rosa Luxemburgo publicaba lo que muchos consideran su primera gran obra política, bajo el sugerente título Reforma o Revolución. Es un texto polémico en el cual desmonta los argumentos de Eduard Bernstein que le daban más valor a las batallas parciales (movimiento) en desmedro del fin comunista (el objetivo).
Bernstein le daba fundamento a la práctica de los sectores del Partido Socialdemócrata Alemán más vinculados a la actividad parlamentaria y sindical que empujaban a la idea de que es posible ganar posiciones y conquistar reformas en el capitalismo sin necesidad de combatir por su superación. En la Introducción de la autora a su texto polémico leemos: “Entre la reforma social y la revolución existe, para la socialdemocracia, un vínculo indisoluble. La lucha por reformas es el medio; la revolución social, el fin (…) Es en la teoría de Eduard Bernstein (…) que encontramos por primera vez la oposición de ambos factores en el movimiento obrero. Su teoría tiende a aconsejarnos que renunciemos a la transformación social, objetivo final de la socialdemocracia, y hagamos de la reforma social, el medio de la lucha de clases, su fin último. El propio Bernstein lo ha dicho claramente y en su estilo habitual: “El objetivo final, sea cual fuere, es nada; el movimiento es todo” (…) Pero puesto que el objetivo final del socialismo es el único factor decisivo que distingue al movimiento socialdemócrata de la democracia y el radicalismo burgués, el único factor que transforma la movilización obrera de conjunto de vano esfuerzo por reformar el orden capitalista en lucha de clases contra ese orden, para suprimir ese orden, la pregunta “reforma o revolución”, tal como la plantea Bernstein es, para la socialdemocracia, el “ser o no ser”. En la controversia con Bernstein y sus correligionarios, todo el partido debe comprender claramente que no se trata de tal o cual método de lucha, del empleo de tal o cual táctica, sino de la existencia misma del movimiento socialdemócrata”.
¿Tiene sentido hoy hacer una dicotomía entre “movilizar para reformar el orden capitalista” o “transformar la lucha de clases contra ese orden en una lucha para suprimir ese orden”?
A decir de Luxemburgo, el “fundamento científico” del socialismo reside en tres resultados del “desarrollo capitalista”: en “la anarquía creciente de la economía capitalista que conduce inevitablemente a su ruina; a la “socialización progresiva del proceso de producción que crea los gérmenes del futuro orden social” y la “creciente organización y creciente conciencia de clase proletaria”. Bernstein opinaba que la tendencia a los monopolios y el crédito habían incorporado importantes aspectos de planificación a la economía que hacían obsoleta la teoría marxista de las crisis estructurales. Por eso, la tendencia a la socialización y la conciencia de clase creciente -tendencias que Bernstein sí reconocía- conducirían al socialismo en un proceso evolutivo carente de momentos de ruptura. Por eso, pelear por el socialismo, para Bernstein, era posible por medio de métodos estrictamente parlamentarios y sindicales. Luxemburgo polemizó analizando como esas tendencias del capitalismo implican contradicciones irresolubles si permanecemos en sus coordenadas. El crédito, que tendencialmente puede aparecer como un medio para la expansión de la producción y el consumo, para Luxemburgo, puede ser también “el medio específico que hace que dicha contradicción [entre la capacidad de extensión, el incremento de la producción y la capacidad de consumo restringida del mercado] estalle con la mayor frecuencia. En primer lugar, aumenta desproporcionadamente la capacidad de extensión de la producción y constituye así una fuerza motriz interna que lleva a la producción a exceder constantemente los límites del mercado.”

El capitalismo hoy

El capitalismo en el siglo XXI es una sociedad tan irracional como en los tiempos de Luxemburgo. La productividad del trabajo permitiría alimentar a toda la población mundial, sin embargo, todavía acontecen prácticas tan absurdas como el botar alimentos por consideraciones de lucro mientras una de cada nueve personas en el mundo -795 millones- no tienen alimentos para llevar una vida activa y saludable (según un dato del “Programa Mundial de Alimentos”). La pérdida de pujanza de la economía mundial en la última década empuja a los gobiernos y empresarios a desmantelar los restos del Estado de bienestar en Europa: hay una tendencia mundial a golpear los sistemas previsionales, con intentos de elevar la edad de jubilación, bajar las pensiones para traspasarle fondos a los empresarios, entre otras iniciativas que recorren países tan distintos como la Francia de Macron, el Brasil de Temer y la Argentina de Macri. Pareciera ser que al capitalismo mundial para resolver su crisis no le basta con el rol que ha cumplido la economía de China o los rescates estatales a los bancos en la primera etapa. Hoy se trata de golpear a la fuerza de trabajo. En medio de estas tensiones las conciencias rompen con los sentidos comunes y se abren a nuevas formas de pensar. Emergen figuras reaccionarias como Trump, al mando de la principal potencia militar y económica del mundo, fenómenos de extrema derecha y corrientes neorreformistas que al llegar al mando -como Siryza en Grecia- terminan gestionando los ajustes.
La expansión de los regímenes democráticos en el mundo -las democracias degradadas del neoliberalismo- ha ido de la mano con el perfeccionamiento de los aspectos coercitivos de las maquinarias estatales y una agresividad imperialista que vimos a inicios de siglo en las empresas yanquis contra Afganistán e Irak. La dominación “a través de la administración de la diversidad” que ve Pérez, coincide en zonas del globo con la “administración de la exclusión” como podemos ver en situaciones como la de Palestina -donde literalmente existe una gestión del espacio a manos del ejército de ocupación israelí- o el oriente bombardeado años atrás por Obama. “Los dominados pueden ejercer, incluso plenamente, el poder local”. Pero ¿qué es un poder pleno si no se controlan las principales palancas de la economía y las fuerzas militares? Las propuestas para descentralizar el poder estatal de Pérez, al estar desconectadas de la problemática de constituir organismos de poder de las y los trabajadores y oprimidos; termina separando la cuestión de la propiedad de las palancas de la economía -que para Pérez debería ser estatal como citábamos antes- de la cuestión del poder. La transformación ocurriría en esos marcos estatales sin el factor de la fuerza social activa que es capaz de doblarle la mano a la clase de la burguesía, a los grandes grupos económicos y su fuerza militar y policial.
La contraposición que hace Pérez de “una gran izquierda en red” a la concepción leninista de “partido” -que en sus textos aparece bastante caricaturizada-, buscando presentar a leninistas y trotskistas como corrientes con obsesiones puristas, elude un tema no menor: que para la tradición de la III Internacional, el problema de poner en movimiento la fuerza social de los productores y su constitución como sujetos de transformación, fue una cuestión central, directamente relacionada a la táctica del frente único y con el problema del poder. Lejos de una actuación “vanguardista ilustrada” para tomar la imagen caricaturesca que usa Pérez, Lenin y Trotsky transformaron en estrategia la divisa la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos: creían que era crucial “ganar la mayoría” del movimiento obrero, cuestión que sólo iba a ser posible si los trabajadores hacían una experiencia con sus direcciones reformistas y si los revolucionarios con una activa búsqueda de la unidad de acción en el terreno de la lucha de clases, apostaban a ganar su influencia por ese medio y no a través de decretos burocráticos. Eso implicaba acuerdos parciales con otras organizaciones, pero no una “unidad de la izquierda” o una “red”, como si eso tuviese un valor por fuera de la transformación de los explotados en sujeto político a través de la formación de organismos de poder y por fuera de la expansión de la influencia de los revolucionarios que tenían que demostrar en la práctica su resolución contrastándola con la de los dirigentes mayoritarios. La III Internacional puso esta problemática en el centro.
Para situar este debate en un plano más contingente, tengamos en cuenta la demanda No+AFP. ¿Es posible que los grandes grupos económicos accedan voluntariamente a terminar con las AFP o porque una “red de organizaciones de izquierda” lo plantea? No. Sólo será posible con el despliegue de la fuerza de millones en las calles. Es necesario exigirles a las organizaciones con mayor capacidad de convocatoria en la clase trabajadora, preparar paros y movilizaciones para cuando asuma Piñera, por todas nuestras demandas, como el fin de las AFP. Un trabajo parlamentario puede ser o no un engranaje de este proceso.
No basta con el horizonte comunista. La estrategia de combate también hace a la realización del objetivo. Si el centro está en transformar en sujeto revolucionario a la clase trabajadora y la táctica del frente único o la perspectiva de un gobierno de trabajadores de ruptura con el capitalismo, entonces será clave preparar un partido que desarrolle a dirigentes, cuadros y militantes capaces de encabezar los grandes choques con la maquinaria estatal, y pelear por un programa anticapitalista y de gestión obrera empezando por las principales ramas de la economía nacional. El neoliberalismo ha profundizado la explotación de la clase trabajadora. Mientras los empresarios tienen sus partidos, sus medios de prensa, sus cuadros técnicos y políticos, a la clase trabajadora la condenan a jornadas laborales interminables y salarios de hambre. La “asociación voluntaria” de quienes comparten la perspectiva comunista y una estrategia para pelear por ese fin es una necesidad. Intentar discutir con seriedad -sin caricaturas- las diferencias entre reforma y revolución, es un acto necesario después de décadas de ofensiva neoliberal.

Juan Valenzuela
profesor de filosofía - Partido de Trabajadores Revolucionarios

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