martes, 17 de diciembre de 2019

El precario acuerdo entre Estados Unidos y China




La cautela con que la prensa internacional ha tomado el nuevo acuerdo entre Estados Unidos y China retrata la fragilidad del compromiso. Ya varias veces han anunciado treguas entre ambas potencias que quedaron en la nada semanas después, y dispararon escaladas aún más pronunciadas. Todo indica que esta no será la excepción.
Según los informes, EEUU acordó recortar algunos de los aranceles sobre productos chinos por un valor de u$s360.000 millones y no continuar con aranceles adicionales, a cambio de lo cual China aceptó aumentar sus importaciones de productos agrícolas y otros bienes estadounidenses.
La Casa Blanca se ha reservado una carta, lo cual corrobora que todo está agarrado con alfileres. La reducción pactada irá acompañada de una cláusula de "snapback" en virtud de la cual los aranceles se restablecerían de inmediato si se determina que China no está cumpliendo con su parte del acuerdo. Los mecanismos que se utilizarán para definirlo permanecen en un cono de sombras, pero cualquiera sean lo que está claro es que el comercio con China tendrá lugar bajo la amenaza de volver a fojas cero.
Por lo pronto, hay un punto conflictivo que podría echar por tierra el acuerdo. Washington exige que se precise por escrito el monto de bienes estadounidenses que China se compromete a importar, el cual reclama que ascienda entre u$s40.000 millones y u$s50.000 millones -casi el doble de lo que se comercializaba antes de que comenzara la guerra comercial. Esta pretensión es resistida por el gigante asiático, que señala que implicaría tener que discriminar a otros proveedores -en primer lugar Brasil y en menor medida Argentina- cuyos precios son más bajos que los de Estados Unidos. Hay quienes señalan que la sorpresiva decisión de Trump de elevar los aranceles al acero y aluminio provenientes del Mercosur es una represalia a la competencia sudamericana frente las exportaciones agrícolas yanquis.

Crisis a ambos lados

Trump apuró el acuerdo porque necesita exhibir algún “éxito” y mejorar su imagen, que venía en caída entre los agricultores como consecuencia de las dificultades que ha provocado la guerra comercial para la comercialización de los granos estadounidenses. No olvidemos que los productores de los estados del sur han constituido una de las principales bases de apoyo del magnate en su momento, y que dicho sostén es vital en vistas a las elecciones presidenciales que se avecinan, en medio del impeachment en desarrollo.
Al abordar la situación no se puede soslayar el hecho que la recuperación económica, de la que se jacta el magnate, se viene desinflando y empieza a asomar la cola el fantasma de una recesión. De allí la los enfrentamientos de Trump con la Reserva Federal, a cuyo directorio reclama seguir reduciendo la tasa de interés prácticamente hasta cero. Lo cierto es que en lugar de las ventajas prometidas por el gobierno, la guerra comercial ha provocado el resultado inverso: las represalias contra China no han derivado en una mejora del intercambio comercial ni de los empleos, y como contrapartida sí ha significado un aumento de los costos industriales y un encarecimiento del consumo como resultado del incremento de los precios de los productos importados.
Visto desde el otro lado del mostrador, China tampoco se sustrae a la crisis. La guerra comercial potencia la desaceleración económica que ya se viene operando en la economía asiática. Hay quienes señalan que las estadísticas oficiales encubren el verdadero estado de la economía, en especial de la industria. El Estado chino enfrenta una deuda colosal, de casi tres veces su PBI, de modo tal que la capacidad de reactivar la economía por ese medio -como lo hizo al comienzo de la crisis financiera de 2008- se ha vuelto inviable.

Lo que está en juego

La búsqueda de un compromiso ha sido alentada por ambas partes, pero está lejos de lograr una salida al conflicto, que tiene como base la colisión de intereses estratégicos contrapuestos. En el acuerdo no figura ninguna de las exigencias sobre las que Washington venía batiendo el parche y que tienen que ver un resguardo de la propiedad intelectual, las patentes y el uso de tecnología estadounidense por parte de China. Tampoco se establece un freno a la expansión china en la industria de punta y una apertura de su economía a la penetración del capital foráneo, ansiada en primer lugar por las corporaciones yanquis. Lo que está en juego es la hegemonía tecnológica e industrial yanqui, algo que pone en última instancia pone en cuestión el dominio económico y militar de los Estados Unidos.
Pero el imperialismo no ha abandonado su objetivo de fondo, que es completar la restauración capitalista inconclusa en el gigante asiático, en sus propios términos y bajo su tutela. Este propósito es una “cuestión de Estado” compartida por toda la clase capitalista y es lo que explica que las reservas y voces críticas respecto del acuerdo “fase uno” -como se lo conoce- hayan surgido no sólo de los republicanos más “halcones” sino también entre las filas demócratas, por parte de partidarios de continuar con la presión para arrancar más concesiones a China.
Una carta dirigida a Trump, emitida ayer y firmada por tres demócratas del Senado -el líder de la minoría Charles Schumer, Ron Wyden y Sherrod Brown- pidió al presidente que se “mantenga firme” y avance en “compromisos seguros del gobierno chino para promulgar reformas estructurales sustantivas, exigibles y permanentes”, apuntando a ir más a fondo con las represalias y aprietes para abrir las puertas del gigante asiático a la colonización extranjera.
Fuera de los aranceles, hay otras esferas en que el conflicto no se ha detenido. La guerra monetaria, lejos de atenuarse, se viene potenciando y puede terminar teniendo efectos más nocivos que la propia imposición de tarifas aduaneras. Las autoridades chinas no se han privado de devaluar el yuan durante los últimos meses, y no hay que descartar que echen mano a este recurso con más virulencia.
Washington, mientras tanto, mantiene su negativa a aceptar el nombramiento de nuevos jueces para el órgano de solución de disputas de los países miembros de la Organización Mundial de Comercio, denunciando que dicha organización ha emitido fallos discriminatorios contra EEUU. De esa forma, mantiene el terreno despejado para decretar sanciones y represalias unilateralmente, como ha venido haciendo los últimos años. Hablando de eso, la Cámara de Representantes de EEUU acaba de imponer sanciones a empresas involucradas en gasoducto europeo Nord Stream 2, que conecta Rusia directamente con Alemania a través del Mar Báltico para desde ahí distribuir el gas por tierra a otros países europeos. El oleoducto Turkish Stream, que se extiende desde el sur de Rusia a través del Mar Negro hasta Turquía, también se verá afectado por las sanciones. Es un golpe por partida doble, dirigido tanto contra el régimen ruso como contra la Unión Europea.
Importa señalar que el acuerdo sellado entre el gobierno yanqui y el chino tampoco aborda las crecientes tensiones políticas y militares en relación a temas ríspidos como la crisis de Venezuela o las protestas en Hong Kong, que involucran a ambos. Nada resuelve, además, sobre la disputa en torno al control del Mar Meridional en el Pacífico, frente a las costas chinas.
Desenvuelto este panorama, está claro que el acuerdo es apenas un compromiso precario en medio de la tormenta económica, social y política mundial actual. La guerra comercial hunde sus raíces en la bancarrota capitalista, que ha pegado un nuevo salto y es el caldo de cultivo en el cual se viene abriendo paso una creciente polarización social y política, en un escenario dominado por el derrumbe de regímenes políticos, golpes de Estado y guerras, pero también por rebeliones populares y tendencias revolucionarias.

Pablo Heller

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