jueves, 7 de febrero de 2019

Trump, el muro y una llamativa arenga contra el socialismo




Trump se mostró alarmado por la creciente simpatía por el socialismo, que detectan las encuestas sobre todo entre los más jóvenes. Es un síntoma de una situación que está cambiando, hechos nuevos que no sucedían hace décadas.

Los discursos de los presidentes de Estados Unidos sobre el Estado de la Unión suelen ser aburridos y tediosos. Una puesta en escena ritual del poder político en pleno que, con algunas interrupciones, se ha regularizado desde principios del siglo XX una vez al año.
El discurso de Trump de 2019 no fue una excepción, aunque por la disputa con los demócratas por el shutdown del gobierno, fue en febrero. El libreto es conocido, y por lo tanto, ya se sabe a lo que hay que prestar atención para captar el estado de situación del establishment político-estatal: el grado de entusiasmo de los aplaudidores del partido oficial; la cohesión de la oposición de cómo presentarse ante el discurso presidencial –si aplaude, si elige hacer el vacío, o si se divide. Y los infaltables ciudadanos de a pie a los que el presidente pone como ejemplo de los valores americanos: militares de todas las guerras –desde la Segunda Guerra Mundial a las aventuras en Medio Oriente- policías, niños/as, padres y hermanos con alguna historia de superación personal.
En el terreno de la producción escénica del evento la nota la dieron las legisladoras demócratas que fueron vestidas de blanco, una estrategia para visualizar el avance que han logrado en las últimas elecciones de medio término. Las legisladoras hicieron su performance dirigidas por Nancy Pelosi, que desde las espaldas de Trump aplaudía políticas imperialistas, como la injerencia en Venezuela, o la hostilidad hacia China, mientras conducía con su dedo índice el caucus femenino.
En síntesis no hay mucho para resaltar. Nada fuera de lo esperado. Trump eligió la elipsis para referirse al Rusiagate con el que el FBI y los demócratas que lo tiene cercado, y habló de sus temas favoritos de campaña: el muro, la demagogia nacionalista y xenófoba hacia la clase obrera, su cruzada contra el aborto, y hacer grande de nuevo a Estados Unidos.
Lo que hizo más desopilante el discurso de Trump es el contraste entre su pintura de un mundo perfecto y la realidad. En el plano externo, la de una situación internacional en la que Estados Unidos actúa como un factor de inestabilidad y polarización. Y en el plano doméstico, la de un gobierno débil e inestable, que perdió el control de la cámara de Representantes y que sufrió una derrota en la pulseada del shutdown ejecutada por el partido demócrata pero propinada por el paro de los controladores aéreos que se hartaron de no recibir su salario y obligaron a Trump a retroceder. Es más, casi todos sus asesores de campaña están procesados, convictos o en acuerdos con la justicia, por el Rusiagate y otros escándalos.
Para encontrar una analogía habría que remontarse al fin de la presidencia de Richard Nixon. Los supuestos “adultos en la sala”, es decir el ala “realista” que incluye a los militares, ha sido desplazada de la Casa Blanca. Los reemplazan personajes como Bolton y Pompeo, que sintonizan bien con el “trumpismo”. Hay muchos cargos clave vacantes u ocupados por personal inexperto. Y con Elliott Abrams hicieron su regreso los neoconservadores que fueron los arquitectos del último desastre estratégico de envergadura para Estados Unidos en Irak y Afganistán.
La mayor contradicción discursiva de Trump es que a la vez que dijo que Estados Unidos y sus trabajadores están mejor que nunca, se mostró alarmado por la creciente simpatía por el socialismo, que detectan las encuestas sobre todo entre los más jóvenes.
Se sabe que para la derecha norteamericana, y sobre todo para sus expresiones más extremas, como el propio Trump o el Tea Party, cualquier política mínimamente redistributiva es “socialismo”. Incluso le decían “comunista” a Obama, que más allá del aura progre, fue el presidente que rescató con fondos estatales a Wall Street y General Motors, es decir al gran capital imperialista, de la crisis de 2008.
Los demócratas aplaudieron a rabiar el renovado juramento de Trump de que “Estados Unidos nunca será un país socialista” y aprovecharon para pasarle factura a Bernie Sanders, que enfrentó en la primaria demócrata a Hillary Clinton contraponiendo el establishment a una vaga revolución política y un “socialismo democrático”. El problema para la clase dominante no es Sanders, que no está por hacer ninguna revolución sino que propone algunas políticas similares al New Deal, y que ha demostrado ser muy valioso para contener la crisis del partido demócrata después de la derrota de los Clinton.
La campaña de Sanders no fue más que un revelador de un fenómeno político que es candidato a tener dimensiones y consecuencias históricas. En las condiciones de crisis orgánica, pos crisis de 2008, ha surgido una nueva generación a la vida política, que está en términos etarios más cerca de la crisis capitalista y del agotamiento de la hegemonía neoliberal que de la caída del muro de Berlín de 1989 y el triunfalismo capitalista que le siguió. Muchos de esos jóvenes, que son estudiantes, trabajadores precarios, mujeres, afroamericanos, latinos, se han sumado a las filas del DSA, un partido socialdemócrata reformista que se ha visto revitalizado y que hoy tiene más de 50.000 miembros. Y muchos de ellos, hoy protagonizan oleadas de huelgas como las de docentes, las de trabajadores de los fast food, o los controladores aéreos. Son síntomas de una situación que está cambiando, hechos nuevos que no sucedían hace décadas.
Sería uniltareal tomarlo como el único fenómeno. Existe la reacción, las extremas derechas en Europa, Bolsonaro y los gobiernos de las derechas latinoamericanas. El intento de golpe en Venezuela. Pero el despertar político de esta nueva generación es la buena nueva que viene del gigante del norte y, si se desarrolla, tiene el potencial de cambiar verdaderamente la historia. Y eso es lo que une al establishment político burgués, desde Trump hasta los demócratas “progresistas”.

Claudia Cinatti

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