domingo, 20 de enero de 2019
Martinica: texto inédito de Rosa Luxemburgo
El presente ensayo fue escrito por Rosa Luxemburgo al poco tiempo de una enorme erupción volcánica en el puerto de Saint Pierre, en la isla caribeña de Martinica, en ese momento colonia francesa. El volcán del Mont Pelée (Montaña Pelada), que domina la isla, entró en erupción el 8 mayo de 1902 y empezó a arrojar grandes cantidades de lava. La ciudad de Saint Pierre quedó completamente destruida. Se llevó por delante la vida de más de 30.000 personas.
Originalmente en alemán, el artículo fue publicado el 15 de mayo de 1902 en el periódico Leipziger Volkszeitung (en alemán, periódico del pueblo de Leipzig). Desde su aparición, en 1894, había sido una importante publicación del movimiento de los trabajadores. Franz Mehring fue su editor entre 1902-1907 y el órgano se convirtió en el vocero más importante del ala luxemburguista del Partido Socialdemócrata Alemán. En 1933 fue prohibido por los nazis. En la actualidad es un periódico de circulación local en Leipzig, una ciudad alemana en el noroeste del estado de Sajonia.
El texto refleja, indudablemente, tanto el interés de Rosa Luxemburgo por los hechos ocurridos fuera de Europa como su férrea oposición a toda injerencia colonial. En estos párrafos denuncia con tono implacable la hipocresía humanitaria de las potencias imperiales.
A continuación, presentamos el artículo completo, en castellano, por primera vez.
Publicado por primera vez: en la gaceta Leipziger Volkszeitung el 15 de mayo de 1902. Volver a línea automática
Versión en línea: marxists.org 1999.
Notas tomadas de The Rosa Luxemburg Reader, editado por Peter Hudis y Kevin B. Anderson (Monthly Review Press, 2004).
Traducción: Alejandra Ríos
*
Montañas de ruinas humeantes, pilas de cuerpos estrujados, un mar de fuego, vapor, humo, lodo y cenizas dondequiera que vayas: eso es todo lo que queda de una floreciente y pequeña ciudad que sobre la pendiente rocosa del volcán se posa como una golondrina.
Durante un tiempo al enojado gigante se le escuchó retumbar y bramar contra tanta arrogancia humana, contra el ciego engreimiento de los gnomos bípedos. De gran corazón, incluso en su ira, este verdadero gigante a las imprudentes criaturas que gateaban a sus pies les advirtió su presencia. Vomitó ardientes nubes de humo. En su seno, enfurecido y en ebullición, brotaban explosiones, como ráfagas de fusil y tronar de cañones. Pero los señores de la tierra, esos que decretan el destino de la humanidad, permanecieron, con inconmovible fe, en su propia sabiduría.
El 7 (de mayo) la comisión enviada por el gobierno anunció al preocupado pueblo de St. Pierre que, tanto en el cielo como en la tierra, todo estaba en orden. ¡Todo está en orden! ¡No hay razón alguna para alarmarse! Lo mismo dijeron a la víspera del Juramento del Juego de la Pelota [1] en los salones embriagados de danza del palacio de Luis XVI, mientras en el cráter del volcán revolucionario la ardiente lava recomponía fuerzas para la temerosa erupción. ¡En todas partes reinan el orden, la paz y la quietud! —lo mismo dijeron cuando la erupción de marzo de hace 50 años en Viena y Berlín [En referencia a la oleada revolucionaria en Europa en 1848.]. El viejo y sufrido titán de Martinica hizo caso omiso de los informes de la honorable comisión. Tras el mensaje del gobernador del día 7, con el que se buscaba tranquilizar al pueblo, en las primeras horas del día 8 el gigante entró en erupción y bajo la ardiente exhalación de su indignado corazón, en apenas unos pocos minutos, el gobernador, la comisión, el pueblo, las casas, las calles y los barcos quedaron enterrados.
Radical fue la labor del volcán. Sesgó la vida de cuarenta mil seres humanos, solo un puñado de temblorosos refugiados fueron rescatados —el viejo gigante puede retumbar y retronar en paz, ha mostrado su fuerza, y despertando temor se vengó del desaire a su primigenio poder.
Y ahora en las ruinas de la aniquilada ciudad en Martinica se presenta un nuevo invitado, desconocido, nunca visto antes: el ser humano. Ni lores ni siervos, ni negros ni blancos, ni ricos ni pobres, ni dueños de plantaciones ni esclavos asalariados – seres humanos aparecieron en la desgajada isla, seres humanos que sintieron solo dolor y vieron solo desastre, que solamente querían ayudar y socorrer. ¡El viejo Monte Pelée había obrado un milagro! Olvidados están los días de la Crisis de Fachoda, [2] olvidado el conflicto sobre Cuba, olvidada «la Revanche»: los franceses y los ingleses, el Zar y el Senado de Washington, los alemanes y los holandeses, todos ellos donaron dinero, enviaron telegramas, extendieron una mano para ayudar. Una hermandad de pueblos contra la naturaleza encendida en odio, una resurrección de humanismo en las ruinas de la cultura humana. El precio para recuperar su humanidad fue alto, pero el rugiente Monte Pelée con su estruendo logró captar la atención de ellos.
Francia llora por los 40.000 cuerpos de la pequeña isla y el mundo entero se precipita a secarle las lágrimas a la Madre Patria. ¿Pero, qué ocurrió cuando, siglos atrás, Francia derramó sangre a torrentes en las Antillas Menores y Mayores? En el mar a lo largo de la costa este de África se halla una isla volcánica, Madagascar. Allí vimos cómo, hace 50 años, la República que hoy llora desconsoladamente por los niños perdidos doblegó bajo su yugo, a cadena y espada, a la tenaz población indígena. Ningún volcán abrió su cráter allí: las bocas de cañón vomitaron muerte y destrucción; el fuego de artillería del ejército francés arrasó de la faz de la tierra las florecientes vidas humanas hasta que el pueblo libre yació postrado, en el suelo, hasta que la reina morena de los «salvajes» fue sacada a rastras, como trofeo, a la «Ciudad Luz».
En la costa asiática, bañada por las olas del océano, yace la sonriente Filipinas. Hace seis años allí vimos trabajar a los benevolentes yanquis y al Senado de Washington. [3] Allí no había montañas vomitando fuego, sino rifles norteamericanos abatiendo vidas humanas a raudales. El Cartel del azúcar del Senado que hoy envía montañas de oro a Martinica, para que la vida de las ruinas se recomponga, envió cañón tras cañón, buque de guerra tras buque de guerra, millón tras millón de dólares a Cuba, para sembrar muerte y devastación.
Ayer, hoy, en el distante sur africano, donde hace tan solo unos pocos años atrás un tranquilo pequeño pueblo vivía de su labor, en paz, allí vimos cómo los ingleses hicieron estragos. Esos mismos ingleses que hoy en Martinica a las madres les devuelven sus hijos y a los hijos sus padres; en el sur africano, con sus brutales botas militares ellos, los vimos pisotear cuerpos humanos, cadáveres de niños y caminar en vados de sangre, con muerte y miseria delante de ellos y a sus espaldas.
¡Ah! ¡Y los rusos! El rescatista, el socorrista, el Zar llorón de todas las Rusias — ¡un viejo conocido! Los hemos visto en las murallas de Praga, [4] donde la tibia sangre polaca corría por los arroyos y con su humo teñía el cielo de rojo. Pero se trata de viejos tiempos. ¡No! Ahora, hace unas semanas apenas, a ustedes, benevolentes rusos, los hemos visto en sus polvorientos caminos, en aldeas rusas destrozadas, enfrentar a la muchedumbre harapienta, salvajemente agitada y enfurecida; tras disparos ensordecedores mujiks jadeantes caían al suelo, sangre roja campesina mezclada con el polvo de los caminos. ¡Habrán de morir, habrán de caer, ya que sus cuerpos están doblados por el hambre, porque por pan, por pan, claman!
Y también te hemos visto a ti, oh, Madre Patria, destiladora de lágrimas. Fue el 23 de mayo de 1871: un glorioso sol primaveral brillaba sobre París; miles de pálidos seres humanos, con ropajes humildes ellos, se abarrotaron en las calles, en los patios de las cárceles, cuerpo a cuerpo, cara a cara; a través de las troneras en los muros, las metralletas apuntan con sus bocas sanguinarias. Ningún volcán entró en erupción, no hubo caudales de lava derramándose por las laderas. Tus cañones, Madre Patria, apuntaron contra la multitud abigarrada, gritos de dolor desgarraron el aire. ¡Con más de 20 mil cadáveres las calles de París quedaron cubiertas! [5]
Y a todos ustedes: sean franceses, ingleses, rusos, alemanes, italianos o norteamericanos; ya los hemos visto unidos en acuerdo fraternal en una gran liga de naciones, ayudándose y orientándose los unos a los otros. Fue en China donde se olvidaron de las rencillas entre ustedes, también allí hicieron la paz para, juntos, asesinar al pueblo y quemar sus viviendas. ¡Oh, ante sus balas, los trenzados caían en fila cual granizo que un campo sembrado azota! ¡Oh, las mujeres en gritos de lamento sumergían sus fríos brazos en el agua, sosteniendo en ellos a sus muertos que huían de las torturas de vuestros ardientes abrazos!
Y ahora todos ellos han dirigido sus ojos a Martinica; en un solo corazón y alma, ayudan, socorren, secan las lágrimas y maldicen al volcán que tantos estragos causa. Monte Pelée, gigante de gran corazón, puedes reír, puedes mirar con aversión a estos benevolentes asesinos, a estos llorones carnívoros, a estas bestias en ropaje samaritano. Pero el día llegará en el que otro volcán levantará su voz de trueno: un volcán enfurecido y en ebullición, sí o sí, y barrerá de la faz de la tierra todo atisbo de cultura moralista salpicada en sangre. Y solo sobre sus ruinas las naciones se unirán en una verdadera humanidad, que conocerá tan solo un enemigo mortal, la inerte ciega naturaleza.
Rosa Luxemburgo, Martinica (1902)
Notas
[1] El Juramento del Juego de la pelota (francés: Serment du Jeu de paume) es un compromiso de unión presentado el 20 de junio de 1789 entre los 577 diputados del tercer estado para no separarse hasta dotar a Francia de una Constitución, haciendo frente a las presiones del rey de Francia Luis XVI. Con el pretexto de unas reparaciones que debían hacerse en la sala en la que se celebraban las sesiones de los Estados Generales de Francia, la guardia impidió que los diputados del tercer estado se reunieran y estos entonces se reunieron en la sala del jeu de paume de Versalles.
[2] En 1898 Francia e Inglaterra estuvieron a punto de ir a la guerra a raíz de un conflicto en Fachoda, Sudán
[3] Una referencia a la guerra hispano-estadounidense de 1890 en la cual Estados Unidos tomó tutelaje de Filipinas y Cuba. El conflicto bélico había ocurrido cuatro años antes, no seis.
[4] Las «murallas de Praga» hace referencia a la masacre perpetrada por el ejército ruso contra un levantamiento polaco en Praga, un suburbio en la ciudad de Varsovia, en 1831.
[5] En referencia a la brutal represión de la Comuna de París de 1871, durante la cual miles de revolucionarios fueron masacrados por las fuerzas del gobierno francés.
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