miércoles, 19 de abril de 2017

Brasil: barril sin fondo




La crisis política brasileña no tiene fondo ni final visible, porque su fundamento es una crisis económica sin paralelos ni perspectivas de salida.

La caída del PBI se aproximó de 4% (la del PBI per cápita el 4,5%) el año pasado, totalizando casi 8% en 2015-2016, y se está acentuando en el corriente año, llegando a porcentajes dignos de una conflagración bélica. El valor de los proyectos de inversión de la Petrobras, la principal empresa del país, se “achicó” en nada menos que R$ 110 mil millones (cerca de US$ 40 mil millones) en tres años. Los trabajadores de Correos (que gozan de estabilidad del empleo) acaban de anunciar el despido inminente de 25 mil funcionarios (para continuar funcionando de modo elemental). El desempleo oficial ya se sitúa en 13 millones y medio de personas (13% del mercado: era de 6% dos años atrás), el mayor de la historia en términos absolutos y porcentuales; en el último año se cerraron 750 mil empleos en la construcción (con una caída sostenida del 14% anual), más de 500 mil en la industria, y más de 700 mil en la agricultura, a pesar de la zafra récord: Brasil acaba de entrar en el club de los cinco países con mayor productividad agraria, junto con Argentina, EEUU, Australia y Canadá. La Odebrecht, la empresa que está en el centro de las denuncias de corrupción y propinas y una de las más grandes del país, despidió a más de 100 mil empleados (su planta actual está por debajo de 80 mil, menos del 40% de tres años atrás). Vale do Rio Doce, la principal minera y una de las principales exportadoras, redujo su presupuesto a US$ 4,5 mil millones este año, con previsión de reducción hasta US$ 2,9 mil millones en 2021 (su inversión en 2012 fue de US$ 16,2 mil millones).
Las inversiones estatales han caído en 42%, un movimiento iniciado por el gobierno de Dilma Rousseff y acentuado por el de su vice-golpista. La recaudación fiscal cayó 6% el año pasado, totalizando casi 14% en los últimos tres años (dos veces el PBI del Paraguay), y caerá más este año. El Tribunal de Cuentas ha obligado al gobierno a cortar R$ 65 mil millones (más de US$ 20 mil millones) de su presupuesto anual. Para muestra basta un botón: el hospital “modelo” de la Universidad Federal de San Pablo (internacionalmente reconocido como centro de excelencia de investigación) simplemente ha cerrado sus puertas por falta de material. Las cifras oficiales de desempleo son mentirosas, pues el desempleo “amplio” (incluyendo changuistas y personas que dejaran de buscar empleo), medido por agencias internacionales, llega al 21,2% (y continua creciendo), más de 22 millones de personas. Los cortes de empleo han sido de casi tres millones en los últimos dos años. Sin salida a la vista: la tasa de inversión en formación bruta de capital/PBI es la menor de la historia, 16%, para una media anual histórica de 19%, y una media mundial (incluyendo las regiones más atrasadas del planeta) de 24%. La venta de vehículos (la base del histórico “milagro” brasileño) cayó 20% en 2016. El 13% de las tiendas de los shoppings cerraron en 2016. La industria brasileña está más que obsoleta: su productividad (en dólares PPP) es de menos del 25% de la norteamericana (que anda mal) y 50% de la chilena.
Los cortes presupuestarios son alevosos, pero también ridículos comparados con el tamaño del déficit fiscal (R$ 170 mil millones, más de US$ 50 mil millones, en 2016) y de la deuda de la Unión, los estados y los municipios. La deuda pública, que era del 50% del PBI en 2014, ya llegó al 77%, y se encamina rápidamente para el 100% (este año va a crecer en R$ 600 mil millones, poco menos de US$ 200 mil millones), siendo compuesta en un 80% por pagos de intereses, que se chupan toda la recaudación de los impuestos a las exportaciones. La balanza comercial cerró con un superávit récord de US$ 47,7 mil millones, a pesar de la caída de los precios internacionales de las commodities, debido al aumento espantoso de los volúmenes exportados, y a la caída también espantosa de las importaciones. Estados y municipios están quebrados, algunos de ellos (y no de los chicos: Rio de Janeiro y Rio Grande do Sul) en situación de cesación de pagos, y sin pagar, o pagando “cuando pueden”, a sus propios empleados. En Espírito Santo la policía entró en huelga un fin de semana reclamando su salario: hubo 158 asesinatos en las calles de su capital.

Crisis política

La caída de Dilma Rousseff, en agosto pasado; la caída del presidente de la Cámara que la bajó conduciendo su juicio político (Eduardo Cunha, condenado a 15 años de prisión por chorro); la caída de la mitad del gabinete de Michel Temer (todos por afanos comprobados), fueron sucesivamente anunciadas como el fin, o el inicio del fin, de la crisis política. En realidad, apenas revelaron que el régimen político brasileño es corrupto hasta la médula de los huesos, con el presidente y todos los partidos políticos incluidos. La próxima etapa es la caída de Temer (cuyos índices de aprobación se aproximan a cero), ya preparada por el Poder Judicial, bajo la forma de la imputación de la fórmula vencedora en las presidenciales de 2014 por recaudación y uso ilegal de fondos (Temer, además, probablemente termine en cana por propinas recibidas de la Odebrecht en 2010). Lo de Venezuela, que escandalizó a todos los hipócritas corruptos que gobiernan el Mercosur, es un poroto: en Brasil, la Corte no sólo substituye al Legislativo (dejándolo hacer, sin embargo, el trabajo sucio inmediato) sino que amenaza meter a todos los diputados y ministros en cana, con pruebas más que suficientes.
Del mismo modo, las reformas laboral y jubilatoria que acaban de ser aprobadas, destruyendo derechos constitucionales históricos y dejando a los trabajadores de todos los sectores sin estabilidad, derecho a jubilarse, irse de vacaciones, almorzar o hasta ir al baño (un conocido economista conservador declaró públicamente su temor de que Brasil se transforme en “un país de pobres y viejos mendigos”) no resuelven, ni en el mejor de los sueños, la crisis económica: el ministro de Trabajo declaró su “esperanza” (sic) de que la reforma laboral cree, en un período indefinido, cinco millones de empleos (para 22 millones de desempleados y para todos los que sean despedidos o ingresen al “mercado de trabajo” en ese período); el hachazo a las jubilaciones públicas y a los derechos previsionales de los trabajadores del sector privado ni araña la evasión fiscal jubilatoria (R$ 100 mil millones anuales) y, sobre todo, la deuda previsional de las empresas (R$ 350 mil millones, más de US$ 100 mil millones). Las dos reformas sumadas ni llegan cerca, en materia de “ahorro” anual para el Estado, a los R$ 280 mil millones anuales concedidos a las empresas como exenciones fiscales.
Los diputados han amenazado responder a las amenazas judiciales con una ley de amnistía (de sus robos) y otra ley contra los abusos de poder (judicial). Su eventual aprobación provocaría una fractura institucional y, probablemente, sumada a la crisis económica y social, una reacción popular que dejaría a las movilizaciones del 2013 en el lejano recuerdo. O Estado de Sao Paulo, en su editorial del 31 de marzo (“El desafío de una Constitución”) ya dio la alarma: este régimen político no va más. “La Constitución de 1988 aprieta de tal modo la capacidad administrativa y financiera del Estado que lo hace ingobernable… el desafío es el de formular un marco jurídico adecuado a los tiempos actuales” (los descriptos arriba). Fácil de decir, el problema es como hacer. El diario de la oligarquía paulista no propone, por supuesto, una Constituyente libre, soberana y democrática; pero tampoco osa proponer que una asamblea de chorros y criminales comprobados se autoproclame poder constituyente. El impasse es político e institucional.
Un sector de la burguesía “nacional” (el cartel de chupadores del presupuesto estatal) y el sector industrial del Estado brasileño están en vías de demolición o de retroceso histórico. El capital financiero local (que se beneficia de las más altas tasas de interés y de los mayores spreads bancarios del mundo) pretende asociarse como socio a ese proceso, impulsado y santificado por el Departamento de Justicia de los EEUU, o sea, por el imperialismo, que busca aprovechar la crisis para quedarse con la tajada del león de la economía del país (petróleo, riquezas minerales, producción agropecuaria y contratos de obras públicas) vía secuestro financiero. La privatización de los aeropuertos ha beneficiado, sobre todo, a grupos europeos. El “acuerdo de leniência” con la Odebrecht, el mayor de la historia mundial (R$ 6,8 mil millones, más de US$ 2 mil millones, en multas; el anterior había sido el de los EEUU con la Siemens, de US$ 800 millones) fue avalado y firmado por los EEUU y por Suiza. Las denuncias de corrupción del Departamento de Justicia yanqui y hasta el FBI, que salpican a dirigentes de todos los colores, buscan intervenir directamente en la crisis de todos los partidos y seleccionar sus propias cartas de juego. En lo inmediato, los capitalistas yanquis buscan quedarse con la mayoría accionaria de la “estatal” del petróleo, bajo pretexto de cobrar los beneficios no habidos por sus propios accionistas debido al robo y pago de propinas. La ida de Temer y comitiva a China no ha creado una corriente de inversiones. El “capitalismo brasileño”, que hace poco soñó con transformarse en uno de los vértices de poder mundial (el “sexto PBI del mundo”) ha retransformado al país en una semicolonia.

La clase obrera y la izquierda

Las reacciones obreras y populares contra los ataques al salario, al empleo y a los gastos y derechos sociales, han ido creciendo, pero sin lograr superar los límites impuestos por las burocracias sindicales (luchas aisladas, paros sin continuidad, ausencia de plan de lucha de conjunto). Estas buscan, básicamente, negociar y preservar las bases de sus propios privilegios (bases de recaudación sindical, control de los fondos jubilatorios privados de las empresas estatales, sobrevivencia del impuesto sindical obligatorio, control compartido de los fondos de desempleo) que también están amenazadas.
¿Y la “izquierda”? La descomposición política del PT es imparable: la mayoría de su bancada parlamentaria ha votado por los candidatos a la presidencia del Senado y la Cámara del gobierno golpista, luego de decisión mayoritaria en ese sentido de la Dirección Nacional con la presencia de Lula. Ha revelado, así, su dependencia umbilical de la corrupción y la alianza con la burguesía. Pese a eso, la izquierda del PT se refugia en la consigna de “Brasil Urgente, Lula Presidente” (en 2019), restringiendo su “izquierdismo” al pedido de exclusión de los diputados y senadores petistas que votaron a favor de la reforma laboral y jubilatoria.
La izquierda no petista, básicamente el PSOL, también está empeñada, más allá de alguna verborragia, en malabarismos electorales de sobrevivencia: tiempo de propaganda gratuita en la TV, candidaturas “potables” (o sea, burguesas), alianzas para superar las anunciadas “cláusulas de barrera” (porcentajes mínimos de 3% en 14 de los 27 estados) y, por ende, su acceso al “Fondo Partidario”, que será notablemente incrementado, so pretexto de combate a la corrupción electoral. El PSTU, que no denunció el golpe de 2016 y se refugió en un izquierdismo de contenido electorero (“son todos lo mismo”) sufrió, lógicamente, la escisión de 40% de su militancia (el Mais) que, con planteos de naturaleza oportunista y vulgar (“superar el sectarismo”, “arrancar poesía del futuro”, “soñar nuevamente”, etc.) se encamina hacia el PSOL. Plantear un “frente de izquierda” sin delimitarse y combatir la política de la izquierda real, ni caracterizar la crisis de conjunto, es estéril. Un frente de izquierda es útil como política tendiente a separar a los trabajadores de la burguesía, y a estructurarlos como alternativa de poder, en condiciones de crisis de poder.
La condición para la “superación del sectarismo” es la delimitación política: sin ella, la “superación del sectarismo” es acuerdo de aparato que prepara nuevas capitulaciones y escisiones infinitas.

Osvaldo Coggiola

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