miércoles, 19 de junio de 2019

Una Rosa arrancada por la traición




La muerte de Rosa Luxemburgo marcó el no retorno de la socialdemocracia mundial hacia la traición; era no solo un crimen cometido con total conciencia de su significación histórica, sino orquestado en función de un hegemonismo de clase de la burguesía obrera alemana y del gran capital, aliados tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, para construir un nuevo orden derechista, el Estado duro del Nacional Socialismo (Nazi), que llevaría a Europa hacia su disolución como centro del mundo.
En la fría madrugada del 15 de enero de 1919 la Rosa Roja escribía sus últimas líneas en torno al problema de la Revolución en el continente y, aunque con pesimismo, se refería a la esperanza de que las masas un día despertasen del letargo nacionalista y de revancha que se cernía por la Alemania humillada de entonces, y la Revolución mostraría su verdadera fuerza diciendo: «Yo fui, soy y seré».

POLONIA

Nacer en un país ocupado por rusos, alemanes y austriacos hizo que Rosa Luxemburgo mirara hacia la cuestión nacional con desconfianza. Lo más «revolucionario» que escuchaba de parte de muchos de los insurgentes contra el poder extranjero se basaba en la restauración del Estado feudal polaco de los siglos XV y XVI, que representó en la Europa de entonces una de las puras reminiscencias del sistema de servidumbre latifundista. Aquella criatura política, impermeable a las ideas de la Revolución Francesa, fue devorada por tres Estados modernos y autoritarios que contenían el germen naciente del capital.
Para Rosa, entonces, la cuestión nacional era un retroceso y basó sus apreciaciones en la necesidad de internacionalizar el movimiento conspirativo socialista y obrero, como vía para ganar con rapidez la emancipación de las clases oprimidas. Vivir luego en Alemania, país que basaba su fuerza como capital en la unidad construida por Bismarck, la convenció de que los nacionalismos solo engendraban pasos de retroceso en el camino hacia una Revolución que, dado el estado de cosas a fines del siglo XIX, parecía inminente.
De hecho, en Alemania el Partido Socialdemócrata se transformó en la izquierda más fuerte y numerosa del mundo, generando expectativas en todos los revolucionarios. El propio avance de dicha fuerza en el parlamento provocó la salida de elementos ultraconservadores y monárquicos de la esfera pública, pero favoreció el establecimiento de pactos entre aquella izquierda y el poder central del Estado. Era el principio de la traición histórica de la socialdemocracia al socialismo marxista.
Rosa, quien nunca se sintió polaca –mucho menos alemana– alentó que esa izquierda poderosa se extendiera hacia el este, captando a los países bajo la égida de viejos imperios feudales, como el ruso, y vio en el movimiento de masas de 1905 contra el Zar el principio del fin de las testas coronadas y los demás césares europeos. Sin embargo, el pragmatismo de líderes e ideólogos de la socialdemocracia, como Karl Kautsky, chocaría con la teoría de Luxemburgo acerca del socialismo como una nueva cultura, cuya idea se coloca más allá del nacionalismo.
Para Kautsky, la lucha contra el capital era «de desgaste», en tanto las huelgas solo tenían como fin conmover de forma momentánea al poder, pero nunca provocar su caída, y el joven movimiento socialista «no sabría qué hacer con el vacío de autoridad». Pero ella vio en esto lo que era: una concesión sin precedentes al poder conservador por parte de la cúpula de un partido que comenzaba el abandono de sus bases, a la vez que revisaba al Marx de la tesis 11 sobre Feuerbach (transformar el mundo). Los hechos históricos demostraron la lucidez de la revolucionaria polaca, opuesta al reformismo de Kautsky, en encendidas y peligrosas polémicas.

EL VOTO SOCIALDEMÓCRATA A FAVOR DEL IMPERIO

Muchos de quienes a la altura del siglo XXI se sorprenden por las políticas de recorte antipopulares, aplicadas por la izquierda europea no marxista, olvidan que dicha traición comenzó hace mucho tiempo, o quizás no se trate de mala memoria, sino de olvido voluntario para no reconocer el cinismo con que se manejó desde entonces la cuestión revolucionaria por parte de elementos vendidos a los intereses del capital.
Marx alertaba que la acumulación originaria producto del saqueo del tercer mundo les daba a los obreros (una parte de ellos) europeos la posibilidad de aburguesarse y, por tanto, defender intereses alejados de toda emancipación, solo guiados hacia una cuestión nacionalista, local, de mejora egoísta de sus condiciones de vida. El obrero europeo apoyará, así, no solo a un seudosocialismo conservador, sino también al fascista duro que garantice un nivel de vida de clase media, como estamos viendo en la Europa actual.
Esa es exactamente la explicación de la socialdemocracia alemana, modelo sobre el que se construyó esa misma tendencia continental durante la Guerra Fría (1945-1991), como un comodín frente al socialismo marxista de Europa del Este.
La socialdemocracia no debiera sorprendernos, pues desde el inicio de la Primera Guerra Mundial se aprobó en el parlamento alemán el presupuesto para el Ejército, el mismo que iría a matar a obreros y campesinos de las demás naciones imperialistas rivales de Europa. Ese hecho marcó la toma de distancia de Rosa Luxemburgo al fundar la Liga Espartaco, germen del Partido Comunista Alemán al que odiarán, tanto socialdemócratas, como ultranacionalistas y monárquicos.
El fracaso alemán en las trincheras, que evidenció la imposibilidad del proyecto de la «confluencia», puso el país al borde de una guerra civil total, con las fuerzas revolucionarias dispuestas al asalto del poder, pero años de gobierno socialdemócrata y de sindicatos conservadores que pactaban con el poder impidieron la unidad de acción necesaria.
Un cartel colocado en cuanta esquina de Berlín rezaba, en aquellas hambrientas madrugadas de diciembre de 1918: «quien quiera pan, que traiga la cabeza de Rosa Luxemburgo». La leyenda negra del nazismo comenzaba culpando de desastre nacional a los socialistas revolucionarios, como luego lo haría con los judíos. Lo peor, dicho cartel fue mandado a colgar por el presidente de la República y líder del partido socialdemócrata, antiguo camarada de Rosa.
Días después, un grupo de Freikcorps (antecedentes de las tropas de asalto SS nazis) avanzaron sobre una solitaria mujer de 47 años, a quien le rajaron el cráneo a culatazos, para luego tirar su cuerpo hecho girones de sangre a un canal berlinés. Un camarada de los espartaquistas le envió una esquela a Lenin, líder de la Rusia bolchevique en la que le decía que ella «llevó al extremo su condición revolucionaria».
La Rosa fue arrancada, pero no la esperanza, y mucho menos la Historia.

Mauricio Escuela | internet@granma.cu
16 de junio de 2019 20:06:31

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