Agosto de 2020. La pandemia de covid-19 continúa azotando al planeta. Su letalidad es baja pero ya infectó a cerca de 15 millones y se cargó a centenares de miles. Un interrogante insólito atormentó –y, hasta cierto punto, continúa haciéndolo– a la mayoría de los gobiernos: “¿la economía o la vida?”. Gran parte de los que optaron por la “economía” luego tuvieron que adaptarse un poco más a los requerimientos de la “vida” y los que optaron –en una forma demasiado concesiva de decirlo– por la “vida” más tarde debieron inclinarse hacia la “economía”. Todos estos cambios, no obstante, resultan de lo más pragmáticos y en muchas oportunidades responden esencialmente a las “relaciones de fuerzas” y no a algún tipo de evaluación científica de “algo”. Dicho más prosaicamente, responden, en buena medida, al temor de los gobiernos a que “se los lleven puestos”.
Lo cierto es que los brotes y rebrotes de un virus –con comportamientos aún desconocidos por las ciencias médicas– paralizaron en una porción significativa a la economía capitalista mundial, poniendo en acto una crisis peor que la de 2008/9 y la más profunda desde la Gran Depresión de la década del ‘30. Una cuestión que ya es manifiesta en términos de caída del PBI global o del empleo –en lo observable hasta el momento, al menos, en países como Estados Unidos o España– y aún está por verse en lo relativo a la contracción del crecimiento del comercio mundial [1]. Como resultado, el planeta está preñado de una incertidumbre profunda, mezcla de catástrofe en apariencia “natural” con hecatombe económica que pone al desnudo la vulnerabilidad del sistema. Un sistema que a pesar del desarrollo de las “redes neuronales”, la robótica y los niveles alcanzados por la manipulación genética –que por momentos lo hacían lucir invencible– queda sometido a opciones que más bien parecen de la Edad Media.
Si miramos un poco más atrás, vemos que este shock dual y entrelazado de pandemia y crisis se acopla al estancamiento relativo, a la debilidad endémica y a la particular falta de fuerzas que la economía capitalista venía arrastrando en el curso de los últimos diez años, es decir, en el período de la recuperación post 2008/9. No resulta una cuestión menor este encadenamiento. Los ritmos de la pandemia determinarán, en parte, los tiempos y la dinámica de una recuperación económica que, naturalmente, emergerá en algún momento. Sin embargo, diversas circunstancias [2] hacen esperar que resulte –al menos en el mediano plazo– aún más débil que la del período post Lehman, sin que la economía consiga retornar a la tendencia pronosticada antes de la crisis. Si en el curso de la década pasada emergieron de manera abierta los límites del neoliberalismo y la globalización –que constituyeron, vale recordarlo, las condiciones de salida de la economía capitalista de la crisis de la década del ‘70–, esos confines se magnifican bajo las condiciones actuales. Una de las definiciones más interesantes del período actual reside en la constatación de que el capitalismo se encuentra falto de una estrategia clara de reemplazo. La debilidad económica lacerante y la ausencia de estrategia, reforzadas ahora por la pandemia y el Gran Confinamiento, vienen dando lugar a dos circunstancias que, consideradas conjuntamente, tienen el aspecto de novedad histórica.
Incertezas
La primera consiste en el hecho de que la clase dominante deja ver, a través de muchos de sus ideólogos, una pérdida de confianza o de certeza respecto de la infinitud, de la eternidad o, si se quiere, de las fuerzas internas del capitalismo. Una cuestión que se pone de manifiesto en al menos tres dimensiones.
Primero, en la tesis del “estancamiento secular”. Sostenida fundamentalmente por el ex Secretario del Tesoro de Bill Clinton, Lawrence Summers, constata esencialmente que a diferencia de lo sucedido en los mejores momentos de las décadas neoliberales, las gigantescas masas de dinero introducidas desde la crisis de 2008/9, no logran que la economía vuelva a la tendencia pronosticada previamente. Es decir, verifica el hecho novedoso y alarmante de que la economía capitalista no encuentra una fuerza que la dinamice siquiera al ritmo de la moderación de las décadas previas. Hace algunos años, Paul Krugman, refiriéndose a esta “falta de motor” e imaginando algún tipo de impulso comparable al de la Segunda Guerra Mundial, ironizaba sobre la necesidad de una “invasión alienígena” en Estados Unidos [3]. Es de esperar que la debilidad endémica de la economía continúe reinando al menos en el mediano plazo del próximo mundo post pandemia.
Segundo, en la famosa tesis del “fin del trabajo”. Un concepto que si bien merece ser discutido desde su propia definición –debido a que conlleva una carga propagandística poderosa y planteada en los estrechos límites del capitalismo resulta falsa– también guarda un elemento de verdad. Jeremy Rifkin, autor de la vieja tesis homóloga –en boga en la década del ‘90 [4]– y miembro permanente del establishment de la Unión Europea, escribió hace unos pocos años un libro titulado The zero marginal cost society (La sociedad del costo marginal cero) [5]. En ese libro –en el que, vale señalar, “el eclipse del capitalismo” aparece mencionado desde la bajada del título– Rifkin alerta que gran parte de la “vieja guardia” en el ámbito comercial no puede imaginar cómo procedería la vida económica en un mundo en el que la mayoría de los bienes y servicios resultaran casi gratuitos, las ganancias caducaran, la propiedad perdiera sentido y el mercado fuera superfluo [6]. El autor se refiere a la que sería la consecuencia lógica del desarrollo libre y acabado de las nuevas tecnologías que, al menos en el terreno digital, muestran la capacidad de reproducir ciertos servicios –música, películas, libros, etc.– sin necesidad de incorporar trabajo y casi sin gasto de capital, lo que en términos neoclásicos, se define como “costo marginal cero”. Aunque no vamos a desarrollar este complejo tema aquí resultan necesarias dos acotaciones. La primera consiste en que no puede pensarse el desarrollo libre de las tecnologías bajo condiciones capitalistas. La propiedad privada de los medios de producción moldea y hasta cierto punto coarta el desarrollo tecnológico, adaptándolo –hasta donde le es posible– a sus necesidades. Las patentes, las “subvenciones cruzadas” [7], entre otros mecanismos, son parte de las múltiples formas a través de las cuales el capital consigue convertir en valor aquello que no lo era o ponerle precio a aquello que no lo tiene. La segunda consiste en constatar la parte de verdad relativa contenida en el razonamiento de Rifkin. Porque si las tecnologías no estuvieran sujetas a los condicionamientos del capital, efectivamente su desarrollo libre exigiría cada vez menos esfuerzo de trabajo humano, supondría una mayor abundancia de bienes y servicios, el avance hacia la gratuidad, la pérdida de sentido de la propiedad privada y del mercado y, junto con ellos, de las ganancias. Advertimos que, aunque en absoluto se trate de un fenómeno enteramente nuevo –“abundancia” y “escasez” constituyen términos relativos y determinados socialmente–, lo cierto es que se vuelve mucho más agudo y contradictorio para el propio capital desde el momento en el que es posible la reproducción gratuita de determinados servicios digitales. La idea general del “fin del trabajo” en tanto tendencia y como sustrato de la eliminación progresiva del valor, los precios y la propiedad privada de los medios de producción es, a decir verdad, original de Marx y está expresada desde hace muchas décadas en los Grundrisse [8]. Los ideólogos del capital la reviven de una manera doble: por un lado, como propaganda y amenaza con pretensiones disciplinadoras de aquello que podría suceder bajo condiciones de producción capitalistas y por el otro, como percepción de la fuerza de una tendencia histórica. Vale destacar que, incluso en su acepción propagandística, la idea del fin del trabajo presupone de algún modo la segunda arista dejando traslucir la impresión de un sistema que se imagina impotente para garantizar por sus propios mecanismos internos la subsistencia de las mayorías. Una cuestión que se aprecia con bastante claridad en la difusión de la idea de la Renta Básica Universal (RBU). Propuesta sujeta a múltiples interpretaciones y cada vez más “conversada” en el contexto pandémico. Es bueno resaltar, no obstante, que las tribulaciones más actuales sobre la RBU se derivan de las consecuencias de la crisis económica y no precisamente de las del “desempleo tecnológico”.
Tercero, en la constatación del crecimiento aberrante de la desigualdad social que –con mucho atraso– conmovió al mundo académico y al establishment. Corroboración teorizada y popularizada en los últimos años por Thomas Piketty [9], economista francés que sigue los postulados del Mainstream –aunque en la actualidad viene mostrando un relativo giro a la izquierda [10]. La tesis de Piketty consiste esencialmente en demostrar que el incremento de la desigualdad patrimonial y del ingreso –característica de las décadas neoliberales– se deriva de la combinación de una alta tasa de rendimiento del capital y una baja tasa de inversión que da origen al crecimiento rezagado de una economía ascendentemente “rentística”. En sus términos, esta realidad conjunta representa la “norma” del capitalismo que resultó limitada solo excepcionalmente tras grandes shocks como las dos guerras mundiales del siglo XX, la revolución rusa de 1917 y la crisis de los años ‘30. El retorno de la “norma”, determina que la desigualdad tienda a recuperar en el presente siglo los niveles paradigmáticos de fines del siglo XIX. El problema para Piketty es que, como resabio de la excepcionalidad de posguerra, aún persiste una “clase media patrimonial” amenazada de empobrecimiento que suscitará fuertes reacciones políticas.
La tesis de Robert Gordon, economista de Harvard e integrante a través de las décadas de distintos órganos de consejo estatal, guarda puntos de contacto con la de Piketty aunque su objeto de estudio radica en la historia de las tecnologías, la productividad y el crecimiento de la economía norteamericana. Desde una visión de la economía en la que la especificidad histórica del capital y el capitalismo desaparecen casi por completo, Gordon remite a una mayoría de la existencia humana caracterizada por una “normalidad” de bajo crecimiento. Statu quo sacudido solo por el “siglo revolucionario” que se extiende entre la Guerra Civil norteamericana y la década de 1970 aunque, muy particularmente, por la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. A partir de los años ‘70 la economía pierde fuerza y –con la excepción del período 94/2004– tiende a restablecerse la “normalidad” de bajo crecimiento que se intensifica en el período post Lehman. Para el próximo cuarto de siglo, Gordon –opositor acérrimo a la tesis de una “Cuarta Revolución Industrial”– vaticina un crecimiento de la productividad y del producto claramente por debajo del promedio de los años 1970-2014. Una situación que incluso podría empeorar debido a lo que denomina “vientos en contra” conformados por la desigualdad creciente, el rezagado incremento del nivel educativo, el bajo crecimiento poblacional y la jubilación de la generación de baby boomers y, finalmente, la trayectoria ascendente e insostenible de la relación deuda/PBI [11].
En términos más generales, la constatación de la debilidad del crecimiento económico y de la inversión “real” junto con el incremento de todo tipo de deudas –personales, públicas, corporativas–, la “amenaza” tecnológica y el aumento acelerado de la desigualdad, trasciende distintas vertientes ideológicas [12] y emerge como una suerte de “nueva normalidad”. Una de sus consecuencias más inquietantes reside en la destrucción de las “clases medias” –eufemismo que normalmente se emplea para hacer referencia a amplios sectores de las clases trabajadoras [13]– o de su símbolo más acabado, el “sueño americano”, como base necesaria de sustentación de las “democracias capitalistas”. Un tema ya recurrente que, al calor de la pandemia, emerge como más urgente y preocupante en el pensamiento de diversos autores como, por ejemplo, en el del principal comentarista económico de Financial Times, Martin Wolf.
Falsas promesas (o el fin del “progreso”)
La segunda circunstancia surge del modo en el que estas vulnerabilidades del capital se traducen en la sensibilidad de millones de trabajadores y sectores populares de los países centrales y no centrales.
Lo cierto es que la debilidad económica post crisis 2008/9 aniquiló el sustituto débil de “progreso” ofrecido por el neoliberalismo a cambio de la “globalización” y la destrucción de las conquistas del llamado “Estado de Bienestar”. De alguna manera y en particular en el curso de las décadas del ‘90 y ‘2000, la proliferación del crédito al consumo –incluidas las hipotecas subprime–, la mitigación de la desigualdad entre países –habilitada por el ascenso de los llamados BRICS–, la reducción relativa de la pobreza –entendida en los términos del Banco Mundial [14]–, el “sueño chino”, el indio y hasta cierto punto el brasileño, entre otros, actuaron como factores compensatorios frente al incremento –global y al interior de la mayoría de los países– de la desigualdad. Este “intercambio satánico” es lo que, en el curso de la última década, se fue diluyendo primero en el “centro” y más tarde en la “periferia”.
Llama un tanto la atención el hecho de que, luego de tantas décadas neoliberales signadas por el incremento de la desigualdad –que originó múltiples estudios sobre el tema->https://www.jornada.com.mx/2014/09/03/opinion/034a1eco]–, recién hace pocos años el asunto alcanzara el centro de las preocupaciones de buena parte del mainstream, incluido el Fondo Monetario Internacional. Pero no es tan extraño. Lo que movilizó esta mutación es la circunstancia de que, desde el punto de vista de los “deciles menos favorecidos”, resulta más tolerable la desigualdad que la idea de la imposibilidad de “progreso” o peor aún, la del propio retroceso. Como señala Wolf, en determinadas sociedades la desigualdad como tal puede no resultar tan social o políticamente desestabilizadora. Pero la sensación de deterioro de las perspectivas para uno mismo y para los hijos, ciertamente importa como también lo hace una fuerte sensación de “injusticia”. También apuntaba, hace unos años y en base a un informe del Instituto Global McKinsey el hecho de que, mientras el aumento de la prosperidad reconcilia a las personas con las disrupciones económicas y sociales, su ausencia fomenta la ira. Recordemos que la llamada “Primavera árabe” comenzó en 2009 con la inmolación de un vendedor ambulante con título universitario en una ciudad tunecina. La falta de perspectiva se encuentra en la base de los fenómenos políticos e ideológicos que, a derecha y a izquierda, conmueven desde hace varios años a las élites o a las estructuras tradicionales en una muy vasta cantidad de países. Incluso, poco antes de la pandemia asistimos a fenómenos abiertos de lucha de clases que recorrieron gran parte del planeta.
La comunión entre pandemia y Gran Confinamiento, magnifica de una manera bastante literal esta sensación de ausencia de perspectivas. Aunque –hasta cierto punto– también actúa como factor disciplinador sumado a la contención de las políticas billonarias implementadas por los Estados. No obstante, aquello que Wolf denomina “una fuerte sensación de injusticia” desató, tras el asesinato de George Floyd, un movimiento profundo e integrador de múltiples decepciones y opresiones de negros y blancos en el corazón del imperio.
Por su parte, la letánica y lacerante distopía del “fin del trabajo” –una especie de estocada final a la idea de “progreso”– adquiere una muy particular triple manifestación en el contexto de la crisis pandémica. Por un lado, la pérdida directa de millones de puestos de trabajo no aparece asociada al “desempleo tecnológico” sino al Gran Confinamiento como imagen de la fusión entre la enfermedad y la crisis económica. Por el otro, las “cuarentenas”, en tanto elemento central de paralización económica, actúan como prueba definitiva y “auto percepción” global de que –al menos por el momento– los trabajadores y no los robots fungen como la fuerza fundamental que mueve la economía. Finalmente y muy significativo, las “empresas tecnológicas” –entre ellas PayPal, Alphabet, Facebook, Tencent, Tesla, Apple, Microsoft, Amazon– son las que más incrementaron su capitalización bursátil bajo condiciones de pandemia. También el boom alcanzó a otras menores como Rappi, Globo o Pedidos Ya, de entrega de comida a domicilio. Pero, lejos de expulsar trabajo, estas empresas emergen como núcleos del llamado “trabajo esencial” y se consolidan como áreas de vanguardia de la precarización laboral. Incluso aquellos “unicornios” [15] que despidieron trabajadores, no lo hicieron en función del reemplazo tecnológico sino de su reestructuración debida a la propia crisis.
De conjunto, la pandemia y la crisis económica agudizaron el sentimiento de decepción y falta de expectativas en un sistema que, se percibe, no tiene demasiado para ofrecer. El politólogo estadounidense, Ian Bremmer, alertaba sobre este sentir hace no mucho tiempo en su libro Us vs. Them: The Failure of Globalism [16], donde incorpora el concepto de “globalismo” como intento de las élites de transmitir la idea de que la “globalización” acarrea una mejora para todos los sectores sociales. Esa es, efectivamente, la “creencia” que desapareció del imaginario y se aleja aún más con los efectos económicos de la pandemia. Cuestión que, ciertamente, genera bastante pavor en el establishment. solo por ponerle una metáfora a los nuevos vientos de época vale la pena observar que Fukuyama, por ejemplo, vuelve a evocar -a su modo- la idea de lucha de clases.
¿Vuelta al “Estado de Bienestar”?
Ya no guarda novedad alguna el hecho de que la intervención estatal sobre la economía –fundamentalmente en los casos estadounidense, de los países de la Unión Europea y Japón, en términos de magnitud– superó ampliamente los estímulos monetarios y fiscales implementados en la crisis 2008/9. La Unión Europea, incluso, acaba de aprobar un “plan anticrisis” de 750 mil millones de euros financiados con deuda común y dirigidos, bajo la modalidad de préstamos y subsidios, a los países más afectados del bloque.
La conjunción del impulso económico catastrófico de la pandemia, la crisis del esquema neoliberal –visualizado, ante todo, como incapacidad de contención sanitaria– y la situación social y política descrita más arriba, no puede, por supuesto, desvincularse de esta macro intervención. Tampoco puede pensarse abstrayéndose de las diferencias inmediatas entre los países centrales –que con tasas de interés cero o negativas poseen mayor capacidad de endeudamiento– y los países dependientes o semicoloniales de los que se fugaron en los últimos meses más de 100.000 millones de dólares. La reflexión más interesante radica, sin embargo, en los pronósticos pospandemia. Diversos sectores concluyen que, a partir de esta intervención estatal, podría abrirse paso una suerte de “estatismo reformista”. Pero el problema es que esta perspectiva no puede imaginarse por fuera ni de la debilidad que la economía capitalista arrastra hace más de 10 años encadenada sin solución de continuidad con la convulsión actual, ni de la crisis del neoliberalismo y los límites de la globalización, ni de la decadencia e incógnita sobre la “estrategia de reemplazo”, temas a los que hicimos referencia más arriba. Nos proponemos aquí solo dejar planteadas algunas líneas para la reflexión.
En primer término, consideramos que las formas particulares que adopta la actual intervención estatal no se derivan esencialmente de una “opción política” sino de las necesidades de la estructura misma del capital en el período presente. Tomemos, por ejemplo, el caso paradigmático de Estados Unidos. El economista marxista Robert Brenner señala que de los alrededor de 6 billones de dólares de estímulo fiscal implementados –según sus cálculos– en los últimos meses por el estado norteamericano, el 75 % –equivalente a aproximadamente 4,5 billones– resultó derivado al “cuidado” de las más grandes y mejores compañías mientras sólo un monto cercano a 600.000 millones tuvo como destino pagos directos en efectivo a individuos y familias, seguro de desempleo adicional y préstamos estudiantiles. A su vez, la mayor parte de aquel 75 % con destino a las grandes empresas carece de restricciones para ser utilizado en recompra de acciones, bonificaciones a los CEO, etc. [17]. Por un lado, aunque evidentemente la desproporción es notable, vale observar que incluso aquellos 600.000 millones de dólares no son poca cosa y su activación se encuentra indisolublemente asociada a las necesidades de contención del “estado de ánimo” del que hablamos en el apartado anterior. Pero por otro lado, lo que más interesa resaltar aquí es que la ausencia de restricciones para el destino de la mayor parte de aquel 75 % –que habilita, por ejemplo, la recompra de acciones como explícita contracara de la debilidad de la inversión– responde estrictamente a una modalidad de “acumulación” del capital exacerbada en el curso de la última década. La acción del Estado tiene por objeto garantizar ese patrón, del mismo modo que lo hace la compra ilimitada de deuda corporativa garantizada por la Reserva Federal desvinculando –transitoriamente– las capitalizaciones bursátiles de las tendencias de la “economía real”. Se trata de “formas” cuyo desenfreno –tanto como la necesidad estatal de sostenerlas– no se deriva, en lo esencial, de “decisiones de política” sino del agotamiento de las nuevas fuentes para la acumulación del capital conquistadas bajo el auge de las décadas neoliberales. Las crecientes tensiones chino-estadounidenses expresan, justamente, una faceta fundamental de ese agotamiento.
Si en segundo término, y en estrecha relación con el punto anterior, reflexionamos sobre el lugar del New Deal en los años ‘30, resulta obligado observar su posibilidad como estrechamente asociada a la circunstancia de que Estados Unidos, a pesar de la gran crisis, era ya la nación económicamente más pujante del planeta. Por solo acercar un ejemplo, en 1929 producía el 80 % de los vehículos automotores del mundo [18]. La ley Glass Steagall –que desvinculó a la banca de inversión de la banca comercial– resulta emblemática en tanto no puede disociarse de las posibilidades de acumulación “productiva” del capital de una nación que se abría espacio como el poder industrial del mundo. Muy lejos se ubican las características de poder financiero que, en su decadencia, distinguen al Estados Unidos de hoy. Es en el contexto de estas condiciones económicas específicas en el que debe interpretarse la laxa e incluso ambigua ley Dodd-Frank –aprobada en 2010 e impulsada por Elizabeth Warren, del ala izquierda del Partido Demócrata– como la restricción financiera más audaz a la que dio lugar el desastre desencadenado por la caída de Lehman. Las relaciones inquebrantables entre la banca comercial y de inversión, responden a las características de un capitalismo en extremo financiarizado.
En tercer término y profundizando el contraste con el New Deal, su implementación tampoco puede escindirse de las tensiones sociales insoportables generadas por la Gran Depresión combinadas con la presión ejercida por la presencia de la Revolución rusa. Circunstancias que convirtieron a la década del ‘30 en la de mayor agitación obrera de Estados Unidos. Por supuesto y sí, como es esperable, una mayor lucha de clases tiene lugar en el período pospandemia, no puede descartarse que –en tanto se transforme en una amenaza para las bases del capital– la distribución entre aquel “75 y 25 %” se modifique parcialmente ni que, incluso, se imponga algún tipo de limitación algo más firme a las operaciones financieras de las grandes corporaciones y la banca. Pero incluso, eventuales medidas tibiamente reformistas para contener procesos de lucha de clases muy probablemente resulten contestadas con mayor violencia por los sectores dominantes de un capital que adolece de nuevas fuentes rentables para su acumulación ampliada. En este contexto, también las nuevas tecnologías serán utilizadas –muy probablemente y como siempre lo fueron– como arma contra la resistencia y para incrementar la explotación y flexibilización del trabajo, lejos de eliminarlo. Vale recordar que, aún en las mencionadas condiciones excepcionales de la década del ‘30, el New Deal resultó impotente para que la economía estadounidense retornara a la tendencia pre-crisis. Incluso, en 1937 el parlamento y el establishment económico vetaron su continuidad y se produjo una nueva caída abrupta. Recién el “milagro económico” [19] de la Segunda Guerra Mundial rescató –como lo señala Gordon– a la economía norteamericana del “estancamiento secular” de los tardíos años ‘30 [20].
Más allá de las medidas inmediatas –que variarán también según los ritmos de la pandemia, la crisis y las diversas tensiones que se jueguen en los escenarios electorales– es de esperar que bajo las condiciones de su realidad actual el capital refuerce la agresividad. De hecho, ya lo estamos presenciando a través de las nuevas modalidades de flexibilización laboral implementadas bajo la excusa de la pandemia. Del mismo modo, ni bien sea posible, volverán a emerger nuevos intentos de reformas previsionales con la excusa de los enormes déficits fiscales acumulados. A su vez, los límites del neoliberalismo que se expresan –en gran medida– en contradicciones crecientes entre los Estados, es muy probable que conduzcan a diversas expresiones de mayor belicismo aunque no podamos definir sus expresiones concretas. Es de esperar que la ausencia de una “estrategia de reemplazo” y la gran dependencia económica que aún guarda la relación chino-norteamericana se traduzca, entre otras cosas, en una ofensiva más violenta estadounidense no solo para doblegar a China como competidor sino también para incrementar la libertad de acción de sus capitales en el país. Los métodos a utilizar como así también los resultados, están abiertos. Pero sean cuales fueren los escenarios, caben pocas dudas de que no es un panorama de “estatismo reformista” el que se abre para el período próximo. Asumir estas circunstancias constituye un elemento fundamental de la preparación y la estrategia necesarias para actuar en próximos acontecimientos si se desean evitar nuevas catástrofes para los trabajadores y los sectores populares, es decir, para la enorme mayoría de la humanidad.
Paula Bach
Notas
[1] La Organización Mundial del Comercio pronostica una contracción para 2020 de entre el 13 y el 32 %. La brecha resulta aún demasiado amplia para proponer comparaciones históricas de utilidad.
[2] Por un lado, si las mismas políticas estatales que luego de 2008/9 buscaron contener la crisis, limitaron la destrucción de capitales y con ello, paradójicamente, acotaron la fuerza de la recuperación, es de esperar que este efecto se repita en la actualidad debido a políticas de contención estatal significativamente mayores, ver Juncal Santiago, “Pandemia y crisis: ¿adónde va la economía global?”, entrevista en La Izquierda Diario, 1/7/2020. Por otro lado, es de esperar que la reducción cualitativa de los ingresos que están sufriendo amplias franjas de trabajadores y sectores populares, sumadas a los temores instalados por la pandemia, limiten una recuperación del consumo. También, los tiempos desiguales de la pandemia en los distintos países retrasan, naturalmente, el retorno a la “normalidad” de las relaciones económicas internacionales. Además y como factor esencial, las condiciones de cooperación interestatal que en el post 2008/9 resultaron claves, se encuentran en la actualidad significativamente más dañadas y enfrentan contradicciones estructurales profundas, ver, Bach, “Paula, Crisis económica mundial: ¿escaparán los “espíritus subterráneos”?”, Ideas de Izquierda, 15-3-2020.
[3] Véase, Krugman, Paul, Acabad ya con esta crisis!, Madrid, Crítica, 2012.
[4] Rifkin, Jeremy, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, Madrid, Paidós, 2014.
[5] Rifkin, Jeremy, The zero marginal cost society. The internet of things, the collaborative commons, and the eclipse of capitalism, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2014.
[6] Rifkin, Jeremy, op. cit.
[7] Véase, Srnicek, Nick, Capitalismo de plataformas, Buenos Aires, Caja Negra, 2018.
[8] Véase, Marx, Karl, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, México, Siglo XXI editores, 1982. Antonio Negri revalorizó los Grundrisse y desarrolló en los años ‘90, una interpretación propia de esta tendencia formulada por Marx. Para una exposición sintética del planteo de Negri y una crítica, véase, Bach, Paula, “Valor, forma y contenido de la riqueza en Marx y en Antonio Negri: Una diferencia sutil pero esencial”, Estrategia Internacional 17, otoño de 2001.
[9] Véase, Piketty, Thomas, El capital en el siglo XXI, México, Fondo de Cultura Económica, 2014. Véase también, Esquenazi, Matías y Hernández, Mario (compiladores), El debate Piketty. Sobre El capital en el siglo XXI, Provincia de Buenos Aires, Metrópolis, 2014.
[10] Véase, Piketty, Thomas, Capital e ideología, Buenos Aires, 2019. Para una crítica, véase entre otras, Mercatante, Esteban, “Algo huele a podrido en el capitalismo: comentarios sobre lo nuevo de Thomas Piketty”, Ideas de Izquierda, 27/10/19.
[11] Véase, Gordon Robert, The rise and fall of American growth.The U.S. standard of living since the Civil War, Princeton, Princeton University Press, 2016.
[12] Véase, por ejemplo, Streeck Wolfgang, ¿Cómo terminará el capitalismo? Ensayos sobre un sistema en decadencia, Madrid, Traficantes de sueños, 2017, o Harvey, David, Marx, El capital y la locura de la razón económica, Buenos Aires, Akal, 2019.
[13] El Banco Mundial define a la “clase media” como hogares que tienen una baja probabilidad de caer en la pobreza pero no son ricos y cuyos ingresos oscilan entre 13 y 70 dólares diarios (PPA de 2011). Lac equity lab: pobreza, Banco Mundial, disponible online.
[14] El Banco Mundial coloca en la categoría de “pobres extremos” a aquellas personas que viven con menos de 1,9 dólares al día. Según un informe de la institución, en los 25 años transcurridos entre 1990 y 2015, la tasa de pobreza extrema –que significa, agregamos, dejar de ser muy pobre para pasar a ser solamente pobre– se redujo globalmente, en promedio, un punto porcentual por año –de casi el 36 % al 10 %– lo que significa que alrededor de 1.000 millones de personas salieron de ese estado. Sin embargo, la pobreza extrema solo disminuyó un punto porcentual entre 2013 y 2015. Banco Mundial, comunicado de prensa, septiembre 2018, disponible online. Ver, también, la crítica metodológica del jurista australiano Philip Alston, relator especial sobre extrema pobreza y derechos humanos de las Naciones Unidas, a las investigaciones del Banco Mundial. Alston, Philip, “El lamentable estado de la erradicación de la pobreza”, Concejo de Derechos Humanos de la ONU, julio 2020, disponible online.
[15] Los llamados “unicornios” son empresas emergentes, innovadoras en tecnologías, valuadas en 1.000 millones de dólares o más.
[16] Bremmer, Ian, Us vs. Them: The Failure of Globalism, Nueva York, Penguin, 2018.
[17] Brenner, Robert, “Escalating Plunder”, New Left Review 123, mayo-junio 2020, disponible online.
[18] Gordon, Robert, op. cit.
[19] “Milagro” que, como es sabido, implicó más de 60 millones de muertos, la destrucción de gran parte de Europa, Hiroshima y Nagasaki, entre otros muchos hechos prodigiosos.
[20] Ídem.
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