Las elecciones parlamentarias del 26 de octubre en Georgia, un pequeño territorio de cuatro millones de habitantes ubicado en el Cáucaso, fueron seguidas con atención por la prensa internacional debido al cruce de intereses entre Estados Unidos y la Unión Europea (UE), de un lado, y Rusia, del otro. Una semana más tarde, además, se produjo otra elección con ciertas similitudes en Moldavia, nación lindante con Ucrania, donde la presidenta prooccidental Maia Sandu consiguió una estrecha victoria frente a un rival considerado por los medios como afín al Kremlin.
En el caso de Georgia, el resultado fue inverso al de Moldavia: Sueño Georgiano, la formación en el poder desde 2012, que es partidaria de mantener buenas relaciones con Moscú, aunque sin abandonar el proceso de adhesión a la UE, fue la que se atribuyó la victoria con el 54% de los votos. La oposición, en la que revisten partidos políticos abiertamente alineados con Bruselas (como el Movimiento Nacional Unido), denunció fraude y capitaneó movilizaciones de repudio en Tbilisi, la capital.
De este modo, las elecciones se convirtieron en un nuevo capítulo de la crisis política que ya lleva tiempo en desarrollo. En mayo de este año, el parlamento georgiano aprobó una norma rechazada por la UE que impone controles más severos a organizaciones que reciben fondos desde el exterior. Esto desató protestas opositoras. Y, a diferencia de 2023, cuando el gobierno georgiano retiró el proyecto ante el estallido de manifestaciones donde se ondeaban banderas de la UE, esta vez se mantuvo en su postura. En el plano institucional, la crisis se expresa en el enfrentamiento de la presidenta Salomé Zurabishvili -que en su momento llegó al poder con el apoyo de Sueño Georgiano- con el primer ministro y el jefe del parlamento. Zurabishvili se convirtió en una especie de paraguas unificador de distintas formaciones opositoras.
Entre las razones por las que el gobierno de Sueño Georgiano (una formación política fundada por el oligarca Bidzina Ivanishvili, que hizo su fortuna en Rusia en los ’90 y fue primer ministro en 2012-2013) busca mantener lazos con el gobierno de Vladimir Putin figuran la dependencia energética de Georgia y el flujo de turistas desde su enorme vecino. Y, aunque el gobierno del primer ministro Irakli Kobajidze no abandonó, por lo menos abiertamente, sus intenciones de sumarse a la UE (Georgia obtuvo estatus de candidato en diciembre de 2023), Bruselas rechaza en forma tajante este juego a dos aguas. El último informe sobre el estado de la ampliación de la UE alaba a Ucrania y Moldavia, otros dos candidatos, por sus progresos, pero reprocha a Georgia que “no se unió a las medidas más restrictivas relacionadas con Rusia, Irán y Bielorrusia y además ha incrementado los vuelos directos a varios destinos en Rusia”. Joseph Borrell, el jefe de la diplomacia europea, fue aún más directo: “sencillamente, no puedes mantener los lazos con Rusia o intentar seguir como siempre y esperar que tu país vaya a formar parte de la UE. Es lo uno o lo otro”, puntualizó (El País, 30/10).
Como gesto para reactivar el proceso de adhesión, que lleva meses congelado, la UE (que no es unánime en su planteo, ya que el húngaro Viktor Orban reconoció la victoria de Sueño Georgiano y visitó Tbilisi) exige que se retire la ley de agentes extranjeros. En un sentido más profundo, reclama que Georgia barra con la protección de grupos oligárquicos locales.
El ultimátum de Borrell es indicativo de la nueva etapa de la situación mundial. Si en algún momento Sueño Georgiano mostró versatilidad para ensayar un camino intermedio, de buenas migas tanto con Moscú como con Bruselas, la agudización de los enfrentamientos a partir de la guerra en Ucrania tiende a liquidar esa tentativa. El Kremlin considera a Georgia parte de su radio de influencia, y para el imperialismo, a su vez, Georgia supone una pieza clave para cercar a Rusia.
Las masas georgianas tienen enfrente a dos bloques políticos que no expresan sus intereses. Es necesaria una alternativa política de los trabajadores.
Gustavo Montenegro
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