Cuando resta una semana para su realización, las elecciones estadounidenses están reñidas, aunque los sondeos en términos generales le estarían dando una ventaja al candidato republicano.
Este hecho no debería llamar la atención, pues los comentarios periodísticos destacan que la agenda que domina el escenario electoral ha sido la impuesta por el magnate inmobiliario. The Economist habla de una “trumpificación” de la política estadounidense. No importa quién gane en noviembre, Trump ha redefinido las agendas de ambos partidos. El semanario inglés ha ido más lejos y afirma que quien quiera que triunfe, las ideas de Trump ganarán. “Él, no Harris, ha fijado los términos de esta contienda”. Lo que sobresale es cómo los demócratas se han ido adaptando y asumiendo como propios en su plataforma planteos del ex presidente republicano.
La política migratoria de Harris consiste en respaldar la propuesta de reforma bipartidista más conservadora de este siglo. Entre sus disposiciones se incluye el cierre de las solicitudes de asilo cuando el flujo de migrantes irregulares sea elevado.
Su política comercial implica mantener, en forma modificada, la mayoría de los aranceles que Trump impuso en su primer mandato. En materia fiscal, Harris mantendría la mayoría de los recortes que Trump firmó en 2017. En materia energética, se ha convertido en una adepta al fracking y ha formado parte de una administración que ha visto a Estados Unidos extraer más petróleo y gas que nunca antes.
Lo mismo ocurre en política exterior. La actitud hacia China es por cierta ilustrativa. Aunque Trump ha sido más confrontativo verbalmente que sus contrincantes, los demócratas han sido más duros en la práctica prohibiendo las exportaciones de tecnología a China e imponiendo fuertes aranceles a las importaciones de vehículos eléctricos chinos. La candidata demócrata, de todos modos, ha sido más cautelosa y ambigua que Biden en lo que se refiere a una confrontación con China y a la defensa de Taiwán, volviendo a reflotar la orientación de la “ambigüedad estratégica” que la Casa Blanca enarboló históricamente, según la cual Estados Unidos se abstuvo de indicar su postura en caso de conflicto entre el continente y Taiwán.
En Oriente Medio, Kamala Harris no se ha quedado relegada respecto a los republicanos en el respaldo al régimen sionista, a pesar de la presión desde dentro de su propio partido para que corte los suministros de armas a Israel. Tampoco parece tener prisa por revivir el acuerdo con Irán que Trump rompió; llamó al régimen islamista el mayor adversario de Estados Unidos y de Occidente. En el caso de Líbano, funcionarios del Partido Demócrata apoyan la invasión israelí como la posibilidad de avanzar en un rediseño de la región.
Por supuesto, persisten controversias sobre cuál es el compromiso de Estados Unidos con la Otan. Recordemos que, durante el mandato de Trump, se produjo un distanciamiento con las potencias occidentales aliadas que, luego, Biden se empeñó en recomponer. Obviamente, el apoyo a Ucrania es donde la brecha parece más amplia. Harris se ha comprometido a continuar con el sostenimiento económico y militar de Ucrania. Trump habla de arribar a un arreglo con Rusia y finalizar la guerra. El énfasis en lo que se refiere al belicismo está puesto contra China. Pero los términos para una salida de Ucrania siguen siendo extremadamente vagos y habrá que ver cómo Trump se reacomoda cuando haya que definir un compromiso concreto y establecer concesiones territoriales y la presencia militar rusa en territorio ucraniano. Hay demasiados intereses estratégicos en juego en un marco de presiones cruzadas de las potencias capitalistas y del establishment internacional para que el conflicto tenga una fácil y pronta resolución.
EEUU en su laberinto
Pero mientras los demócratas hacen un esfuerzo por desplazarse hacia el campo republicano, Trump va corriendo el arco hacia una política más extrema. En materia proteccionista, ha elevado la vara y propone implantar un arancel general del 20% y uno especial del 60% a todas las importaciones chinas. En materia tributaria, pretende convertir en permanentes todos los recortes de 2017 y reducir aún más los impuestos corporativos. Y disponer medidas aún más restrictivas en materia de inmigración. Sus diatribas que llegan al delirio (como aquella dirigida contra los centroamericanos, a quienes acusó de comerse las mascotas de sus vecinos) son funcionales a esa política discriminatoria de claro tinte fascista. Del “muro” de su gestión anterior pasamos a un plan de deportación masiva.
Las promesas de Trump, de todos modos, son extremadamente controvertidas, ya que podrían agravar la crisis económica que ya se registra en EEUU. Un aumento de los aranceles podría incentivar la inflación que está lejos de poder apagarse. Por otra parte, la guerra comercial a la que ha apostado EEUU no ha servido hasta ahora para revertir el desequilibrio de la balanza comercial estadounidense. Las sanciones y represalias comerciales tampoco han logrado asegurar la supremacía yanqui en alta tecnología, acosada por China y, sobre todo, por Taiwán.
Los recortes impositivos que promete Trump no han logrado devolverle a EEUU el esplendor del pasado, como auguraba el líder republicano en su primer mandato. El temor fundado es que las supuestas ventajas tributarias no den el resultado esperado pero sí terminen por provocar un descalabro en las cuentas públicas y pueda llevar a un extremo la crisis de la deuda que ya está en curso. Trump ha propuesto restablecer una norma que permita a los estadounidenses deducir por completo los impuestos pagados a los gobiernos estatales y locales de sus facturas de impuestos federales. Eso podría costar un billón de dólares en la próxima década, que se suman al recorte ya nombrado del impuesto a las corporaciones.
Una preocupación obvia es que estos diversos recortes harían subir un déficit federal ya abultado. En una estimación publicada recientemente, el Comité para un Presupuesto Federal Responsable, un grupo no partidista, proyectó que el déficit subiría hasta el 12% del PBI para 2035 con Trump, frente al 7% del año pasado. Como resultado, la deuda nacional se dispararía a alturas vertiginosas.
Las elecciones norteamericanas se dan en un momento en que los peligros de una recesión son cada vez más fuertes. La desaceleración de la economía, que ya se constata en un cuadro donde las tendencias recesivas se abren paso en el concierto mundial, es un aviso de la pendiente económica que se viene, y es lo que está en la base de la decisión adoptada por la Fed de empezar a reducir la tasa de interés. Esta relajación monetaria, sin embargo, muy probablemente no logre evitar un aterrizaje de la economía estadounidense, pero sería suficiente para disparar un salto en la crisis de la deuda. Un debilitamiento del dólar provocado por un descenso de la tasa de interés aumentaría las tendencias ya existentes de los acreedores extranjeros a abandonar sus tenencias en moneda norteamericana y ahondaría todavía más las dificultades del Tesoro para financiarse. Algunas calificadoras bajaron la categoría de “triple A” que ostentaban los bonos del Tesoro y la propia Reserva Federal se ha visto obligada a comprar esos títulos para evitar un derrumbe.
El escenario mundial, dominado por las tendencias crecientes a la guerra comercial y la guerra misma, dificulta cualquier coordinación entre los Estados para pilotear la crisis y acentúa la fractura y dislocación de la economía mundial.
Cualquiera sea el ganador de las elecciones, va a tener que lidiar con estas contradicciones explosivas, que el intervencionismo estatal se revela cada vez más impotente para mitigar.
Fracaso de la democracia
Lo que revela como cuestión de fondo esta “trumpificación” es la decadencia y el fracaso de la democracia, que se está haciendo sentir en los países imperialistas y en particular en la principal potencia capitalista del muñido. La crisis capitalista ha hecho su trabajo implacable de topo y ha terminado socavando las bases de sustentación de la democracia imperialista.
A mediados del siglo XX, los hombres de la clase trabajadora constituían el núcleo de la base de votantes demócratas. “En las tres décadas que siguieron a la II Guerra Mundial, como consecuencia de las altas tasas de sindicación y la ausencia de competencia extranjera, que podía hacer bajar los salarios nacionales, los hombres de clase trabajadora ganaban a menudo lo suficiente para mantener a su familia, aunque sus cónyuges no trabajaran fuera de casa. A menudo ganaban lo suficiente para convertirse en propietarios (de hecho, existe una correlación histórica entre ciudades con altos índices de sindicación y altos índices de propiedad de vivienda” (“Bloque trumpista”, dossier, en Sin Permiso, 27/10).
Pero la economía que permitía a los hombres de clase trabajadora mantener a su familia y convertirse en propietarios de una vivienda ha desaparecido en gran medida del paisaje estadounidense. “Con la reducción de la afiliación sindical a un escaso 6% de la mano de obra del sector privado (frente al 40% de mediados del siglo XX), con una producción tecnológica y robotizada que reduce la necesidad de trabajadores en la industria manufacturera, la construcción y, quizás pronto, en el transporte (todos ellos sectores profesionales dominados por los hombres), y con una gran parte de la producción norteamericana deslocalizada a otros países, ya no existen los trabajos manuales o de cuello azul remunerados que permitieron a sus abuelos mantener a su familia y, acaso, enviar a sus hijos a la universidad. Y como la clase media obrera de la generación de sus abuelos ha desaparecido, ha aumentado vertiginosamente la diferencia de ingresos y riqueza entre los licenciados universitarios y los trabajadores que tienen sólo estudios secundarios (bachillerato)” (ídem).
Esta falta de perspectivas se da especialmente entre los jóvenes. Esto es lo que explica que los trabajadores, y en especial la nueva generación, sean presa de las campañas antimigratorias. E incluso que haya logrado prender la demagogia proteccionista de defender los puestos de trabajo estadounidenses hasta en una fracción de la minoría latina y negra, donde los demócratas han retrocedido en la monolítica adhesión que tenían del electorado de ambos sectores.
La especulación que está haciendo el comando demócrata sobre la adopción silenciosa de posiciones más trumpista en los Estados más oscilantes y disputados que decidirían la elección no le está dando los resultados esperados pero sí ha servido para socavar el entusiasmo y adhesión en las franjas de la población que constituyen parte del bastión histórico de adhesión al voto demócrata. Si algo puede salvar a los demócratas es la reivindicación del aborto legal frente a la tentativa republicana de avanzar en su supresión en los Estados, apoyándose en el fallo de la Corte Suprema al respecto. Si bien Kamala Harris ha sido “moderada” a la hora de agitar los derechos de la mujer y en particular el derecho al aborto, esta bandera se ha revelado como suficientemente poderosa para lograr una corriente de adhesión mayoritaria entre las mujeres. Los sondeos muestran que Trump lleva una ventaja de 53 a 37% entre los jóvenes pero la relación se invierte en idéntica proporción entre las mujeres en favor de la candidata demócrata. Muy probablemente esto no sea suficiente para revertir la elección, con más razón si tenemos en cuenta que la suerte de los comicios pasa por el colegio electoral y el magnate inmobiliario podría ganar incluso aunque obtuviera menos cantidad de votos que su rival, como ya ocurrió en su primer mandato.
Cómo combatimos la derecha y el fascismo
El giro derechista tiene como principal exponente a Trump pero se propaga también entre los demócratas. Este viraje, incluyendo el auge de tendencias fascistizantes, echa sus raíces en la descomposición y descrédito de la democracia bajo el embate de la crisis capitalista que desmantela el estado de bienestar, incrementa la desigualad y socava la perspectiva de progreso de los trabajadores. Esto va de la mano de la consagración de un régimen autoritario que gobierne por encima de las instituciones democráticas, restringiendo las libertades e imponiendo un salto en la regimentación política y represión interna.
En este contexto, no nos podemos olvidar que quienes salieron a reprimir las tomas universitarias en apoyo a la causa palestina y desalojar a los estudiantes fueron los demócratas. Un Ejecutivo fuerte y un régimen policial se compadecen, por un lado, con la necesidad de hacerle frente a los crecientes antagonismos sociales dentro de las fronteras nacionales, y por el otro, responde a las tendencias a choques y guerras entre los Estados que plantea como requisito previo lograr disciplinar sus propios frentes internos.
Un adelanto de este fenómeno lo hemos tenido en el asalto del Capitolio promovido por Trump y no hay que descartar que se reproduzca en caso de que Trump no gane las elecciones. Una prueba de que estas tendencias están fuertemente instaladas es la impunidad que hubo frente a ese golpe de Estado hasta el día de hoy, empezando por la impunidad del propio Trump.
En este cuadro, pretender combatir a Trump recostándose y respaldando a los demócratas es un monumental error.
En este contexto, queda claro el callejón sin salida que representa la política de la izquierda demócrata y en primer lugar de los demócratas socialistas, que impulsan el apoyo a Kamala Harris. Esta corriente ha votado en favor de los créditos de guerra e inclusive algunos de sus miembros revindicaron el derecho a la defensa del Estado sionista. A diferencia de lo ocurrido hace cuatro años atrás con Sanders, esta vez ni siquiera postularon un candidato independiente. La lucha contra Trump y la derecha y el peligro fascista solo puede realizarse y tener porvenir en el marco de una política y movilización independiente, despojada de cualquier atadura con los demócratas y las variantes patronales. Es necesario construir una fuerza política revolucionaria en EEUU que le dé una expresión política a este reverdecer estudiantil que se ha puesto en evidencia en las tomas de las universidades y en la nueva generación U (en referencia a las “union” – sindicatos en castellano) que ha empezado a irrumpir en el movimiento obrero al calor de los conflictos gremiales que se vienen extendiendo en estos años recientes.
Pablo Heller